Reflexión de Felipe Dondo publicada en la revista Bienaventurados del mes de abril de 2018.
Lanata no inventó la grieta; existe desde que hubo dos hermanos que se llamaron Caín y Abel. Desde aquel día y hasta hoy, la familia humana se entretuvo con grietas de todos los colores y formas. La Historia es un laberinto de grietas, y la Literatura no sería la mitad de apasionante de lo que es si no estuviera plagada de héroes y villanos.
Para ver cuáles son las grietas que hoy nos dividen como sociedad argentina, alcanza con prender la tele, entrar a un diario online (¡y leer sus comentarios, siempre llenos de violencia!) o chusmear un ratito la red social que uses. La grieta más rentable pareciera ser la política, pero la más triste es la social: “chetos” versus “nac&pop”, o peor, ricos versus pobres. La velocidad con la que se viralizó a fines del año pasado el deplorable audio de “la cheta de Nordelta” es una muestra de ello. Pareciera que no hay margen para la convivencia; todo es bilateral, excluyente y visceral. La oposición es lo que rige todo. O estás de un lado o del otro. Hasta el Papa tiene su propia grieta, con los que lo apoyan y los que lo detestan. Claro, para los medios —igual que para la literatura— el enfrentamiento es lo que vende. Y de algo tienen que vivir, pobres.
Pero hay dos grietas que son muy serias. La primera —y la más urgente— es la del aborto. A raíz de la reciente propuesta legislativa del gobierno nacional, toda la ciudadanía argentina sintió la necesidad de manifestarse a favor o en contra de la ley. Así surgieron dos grietas inverosímiles y trágicas: mujeres versus hombres, madres versus bebés. La otra, mucho más silenciosa y particular, es la de los grupos internos dentro de la Iglesia: “conservadores” versus “progres”, “abiertos” versus “cerrados”, etc. Siempre la bendita preposición: versus.
“Divide y reinarás”, dijo Maquiavelo. Sea quien sea el que esté reinando últimamente, le está yendo muy bien. ¿Qué hacemos?
Tenemos varias opciones:
1. Hacer trinchera de un lado de la grieta y disparar a todos lados.
2. Hacer la plancha en el relativismo y asentir siempre a todos sin decir nunca lo que pensamos, hasta que ya no lo sepamos muy bien.
3. Armar un grupo de WhatsApp para compartir nuestro pesimismo con otros que piensan igual que nosotros.
4. Ser cristianos.
Lo malo de la cuarta opción es que da trabajo y exige un corazón más grande del que tenemos. Lo bueno es que el corazón es un músculo y, como tal, se puede ejercitar.
En primer lugar, creo que las grietas surgen casi siempre de un prejuicio, es decir, de una ignorancia. Dividir a la sociedad siempre en dos grupos implica, necesariamente, una generalización brutal y ridícula. Infantil. Contra eso, los vínculos cara a cara con personas de distintas procedencias sociales son el mejor antídoto. Cuanto más conocemos a las personas, más matices descubrimos y nos damos cuenta de que las etiquetas, los bandos, los lados de la grieta son demasiado simplificadores.
Lo mismo dentro de la Iglesia: animémonos a conocer a ese que dicen que es “un ultraconservador” o “un progre”, o como sea que lo etiqueten. Conversemos. Abramos el corazón. La Iglesia es madre, y las madres tienen los brazos muy largos. La Iglesia no es uniforme sino plural, porque es algo vivo. Hagamos escuela de convivencia dentro de la Iglesia para poder llevar esa paz a la sociedad, que la está necesitando con tanta fuerza que ya se puso a pensar en matar a sus propios chicos antes de nacer.
No perdamos más el tiempo: trabajemos por la paz dentro de la Iglesia para poder llevarla a todas partes. Y que la grieta se llene de puentes.