Reflexión de Ernesto Jorge Rezzonico publicada en la revista Bienaventurados del mes de marzo de 2020.
El verano fue mi oportunidad para buscar el retiro que estaba necesitando. Para mi sorpresa, el jesuita Ángel Rossi se iba a la semana del cura Brochero, en Traslasierra, Córdoba, y me invitó a acompañarlo.
Cruzamos las Altas Cumbres, casi 2000 metros sobre el mar, pasando por los mismos caminos que el cura Brochero había andado con su burro. En un momento, Ángel, señalando a lo lejos, dijo: “Desde ahí arriba, para un lado y para el otro, era la zona parroquial que le asignaron al cura Brochero a los 26 años, doscientos kilómetros que recorrió siempre en burro”.
Me alojaron las esclavas del corazón de Jesús, en el convento construido por el cura Brochero, en la manzana donde está la iglesia de la Virgen del Tránsito con las reliquias del santo, y también la casa de retiros y el museo. Fueron diez días de convivir con sacerdotes, obispos, hermanas religiosas y peregrinos en una verdadera fiesta de admiración por el cura santo; y durante la que aprendí mucho sobre su historia y espiritualidad.
José Gabriel Brochero tenía orejas grandes, rostro hirsuto, boca enorme, nariz gruesa y color tostado. Pero, debajo de esa corteza grotesca, latía un corazón invaluable. Me lo imagino montado sobre su mula malacara, con su pañuelo rojo atado a su cintura, con el que sostenía el breviario, y del otro lado, en la otra mano, el santo rosario.
Su humildad no le impedía ser corajudo y aventurarse en distintas travesías para invitar a la gente a realizar ejercicios espirituales. Golpeaba a la puerta, y a veces se quedaba a pasar la noche en la casa de los más humildes (y, muy a menudo, gente difícil).
Con gran intuición podía conocer rápido el corazón de las personas. Buscaba especialmente a los mal habidos, que decía eran los más necesitados de descubrir en el fondo de su corazón la bondad que siempre Dios le pone a todo el mundo. Decía: “Si consigo que los más duros de corazón realicen los ejercicios espirituales, no habrá excusa ya para el resto y todos dejarán entrar a Jesús en sus vidas”.
Era pastor, su misión no sólo era convertir corazones sino también velar por el bienestar de su gente. Fue por eso que luchó tanto por incorporar el ferrocarril para que los pueblos de la zona pudieran trasladar su mercadería. Las cartas que han quedado como testimonio, pidiendo por escuelas, caminos, puentes, en donde él mismo se arremangaba la sotana y ayudaba, no lo hacen un hombre poco espiritual sino que se vislumbra un hombre olvidado de sí mismo, con los pies en la tierra y con la cristiana obsesión de que su rebaño tenga una vida más digna.
Después de años de asistir enfermos y hacer obras y retiros, se fue quedando ciego, y empezó a perder la sensibilidad en las manos. Era lepra. Dicen que se contagió compartiendo mates con un leproso.
Esos días estuve verdaderamente ante la vida de un santo que me enseñó que nadie debe guardarse los talentos que tiene, porque son lo que necesita el prójimo. Y me enseñó también a estar disponible para Cristo a cualquier edad. No esperar, salir a buscar para compartir y ayudar con el corazón abierto.
EJR – Ernesto Jorge Rezzonico