Reflexión de Álvaro Panzitta, publicada en la Bienaventurados del mes de noviembre de 2020.
Me crié en un barrio con pinta de pueblo, aunque queda en plena Capital Federal: Parque Chas. Famoso por parecer un laberinto, por sus leyendas y su gente que toma mate en la puerta y charla con sus vecinos. Viví ahí hasta que me casé. Entonces me mudé a Villa Luro y luego a Mataderos. Pero siempre que vuelvo me embriagan la añoranza, la nostalgia y la alegría. No es sentimentalismo. Allá se respira sencillez, cordialidad y algo de tradición. Todos se conocen entre sí. Cuando uno quiere decir “voy a la verdulería” dice “voy a lo de Antonio”, y no hace falta aclarar. Ir al almacén es “ir a lo de Daniel”. Ir a lo del gallego es ir al puesto de diarios, y así podría seguir. Esto me hizo soñar con un día alejarme de la city porteña para asentarme en el interior del país, en donde las buenas costumbres son más cotidianas todavía.
Mataderos no está mal, pero no hay parques tan cerca como para disfrutar los pequeños buenos aires de la ciudad. Tampoco conocemos mucha gente, aunque mi carácter parquechasino hizo que buscara entablar buenas relaciones. Pero hay algo en el corazón que aún no se llenó del todo.
Con mi esposa soñamos pasar más tiempo en espacios verdes, sobre todo desde que empecé a trabajar en microcentro. En el verano fuimos a conocer San Antonio de Areco, donde pareciera haber todo lo que nos gusta: río, campo, tradición gauchesca, artesanos como mi señora. Y es la cuna de uno de nuestros escritores más reconocidos: Ricardo Güiraldes. Mi corazón de escritor desconocido sintió el palpitar de las letras sobre el papel al entrar a su museo y escuchar “su primera obra fracasó y tiró todo a un pozo, pero su mujer recuperó los escritos y a partir de entonces le fue bien”. Aquello me emocionó. Tan cercano. Pero tocó volver a la ciudad.
Nos propusimos ir al río más seguido para darnos el gusto. Un día fuimos a Vicente López, que no es campo, pero es hermoso. Pero, cuando quisimos volver, la cuarentena se nos vino encima. Como a la gran mayoría, las cosas no se le dieron como planeamos, pero tantas otras florecieron inesperadamente. Salimos a pasear más por el barrio, y lo redescubrimos. Nos gustan esas callecitas con árboles dispares. Acá no más hay naranjos silvestres y moras. También descubrimos arquitecturas muy bellas. Preocuparnos por la salud del prójimo se trasladó a los vecinos con quienes conversamos más de lo habitual. Nos animamos a patear unas cuadras más y llegamos a un parque que antes no nos gustaba, pero ahora está limpio y tiene un pequeño lago. El canto de los pájaros es el mismo en cualquier lugar. Y el aire que se respira es aire de todas formas. Quizás a veces no se trata de soñar con escapar a algún sitio más bonito, sino con revalorizar lo que tenemos. No voy a negar que me gustaría estar un poco más a las afueras pero, mientras tanto, disfruto lo que encuentro en el que ahora es mi lugar.