Reflexión de Catalina Beccar Varela, publicada en la Bienaventurados del mes de noviembre de 2020.
Cierto día y hace muy poquito tiempo, en su casa había un cumpleaños. Era el cumpleaños de su mamá.
Semanas previas a esta fecha, ella saltaba de acá para allá (porque no camina, salta) dando ideas de decoración, buscando fotos de recuerdos, anunciando que ella misma prepararía una torta especial. Un día antes del cumpleaños, tocó la puerta de mi cuarto y, con algo de nervios en la voz, abriendo su mano y mostrándome un par de aros, me dijo: “quiero que me hagas los agujeritos de las orejas, porque quiero darle la sorpresa mañana a mamá”.
El día del cumpleaños llegó. El festejo era durante la noche. Sin embargo, a las cuatro de la tarde ella ya se había puesto su vestido blanco de flores celestes, llevaba su peinado de “coronita”, e incluso sus aritos nuevos ya colgaban de sus orejas todavía un poco doloridas. Pero, claro, aún faltaban largas horas hasta la llegada de los invitados. Así que se sentó a esperar, sonriente como de costumbre, a que pasen las horas.
Mientras escribo estas líneas, miro al patio porque un ruido llama mi atención. Es ella, despatarrada en el piso, matándose de la risa porque, de tan rápido que iba con los patines, se cayó. Pero ya está, ya se levantó y siguió como si nada. Ahora me mira desde su hamaca sin entender por qué la miro tanto.
Me gusta mirarla. Me gusta su sonrisa, su soltura, su ser niña de nueve años que espera el fin de semana para ponerse vestidos, que espera el almuerzo y la cena para atragantarse con el postre. Me gusta que sea parte de mi familia. Me gusta que sea mi hermana. Porque, claro está, que de los hermanos uno aprende innumerables cosas. Más de quince años le llevo, y siento que ella me enseña a mí cómo es esto de vivir la vida y siempre ser feliz.
Porque así son los niños. Son corazón en la mano y son el recordatorio de algo que fuimos. Algo que fuimos y que muchas veces tememos volver a ser, porque nos da miedo hacer el ridículo, porque nos avergüenza mostrar nuestro lado vulnerable, ese que nos deja patas para arriba como a Virginia la dejan los patines.
¿Qué tal si estos días trato de imitarla? ¿Qué tal si abrazo a mi propia niña interior? ¿Qué tal si le pido perdón por haberla dejado guardada en un cajón y la saco a pasear o a tomar un helado?
De chica, amaba jugar con mis primas y treparme a los árboles. ¿Vos qué amabas?, ¿qué extrañás de tu niñez? Quizás aquello que tanta felicidad te daba sigue estando a la vuelta de la esquina. Quizás es tiempo de salir a buscar aquello que nos iluminaba la cara de alegría. Quizás hoy sea tiempo de volver a reconocerse niño y, entonces, redescubrir lo que nos rodea. Cada 20 de noviembre se festeja el Día Internacional de los Derechos de los Niños. Deseo con cada parte de mi corazón que cada bebé, cada niña y cada niño reciban con cariño el abrazo fraterno que merecen. Que siempre tengan tiempo para crecer, aprender y, sobre todo, para seguir siendo nuestros maestros magistrales.