Reflexión de Catalina Beccar Varela para la revista Bienaventurados de abril.

7 de abril, María junto a la Cruz


Estoy segura de que María miraba a su hijo recién nacido admirada de las creaciones de Dios. Seguro María se admiraba del pequeño cuerpo de Jesús recién nacido. Estoy segura de que ella, como cualquier mujer y madre, miraba y admiraba los pies de su hijo recién nacido. Dedos flacos o gordos, ásperos o suaves… sólo ella supo cómo se veían los pies de Jesús el día de su nacimiento.

Los pies de Jesús recién nacido: los imagino limpios, pequeños, sensibles al frío de esa noche de pesebre, sintiendo las caricias de su joven madre.

Nadie sabía que esos pies recorrerían tantas tierras, que esos pies serían pies que guíen a la salvación, pies destinados a dejar huella, simplemente pies de Dios.

Los pies de Jesús me invitan a ser como Él, a llegar a lugares a los que nadie llega. Me invitan a caminar hacia los que más me necesitan, a guiar a quienes también quieren seguir a Jesús. Sus pies son testimonio de no quedarme en el molde; son invitación a salir, buscar, encontrar y descubrir a Dios.

Con sus pies descalzos y llenos de polvo, Jesús me muestra su faceta humana; me invita a ensuciarme, a comprometerme, a perder el miedo de sentir y sensibilizarme frente a los demás.

María, luego de ver los pequeños pies de su amado hijo Jesús, debe soportar el dolor ajeno de la cruz. Ella, como madre protectora, abraza aquel madero desde abajo, sabiendo que, algunos metros más arriba, la mirada de su hijo comenzaría a desvanecerse. ¿Qué podía ver desde ese ángulo?, ¿acaso llegaba a ver el rostro agonizante de su hijo? María miraba, una vez más, sus pies. Pies ensangrentados, maltratados, heridos. Pero María elige quedarse ahí, contemplando con impotencia la muerte de su único hijo. Ella mira sus pies y de seguro recuerda aquellos pies tan pequeños que miraba en la noche del pesebre. Ahora los pies de Jesús no son los mismos, son pies que muestran la evidencia de que algo más grande está por venir. María llora, espera, mira, pero sobre todo ama a ese hijo más que en cualquier momento. Y, porque lo ama, lo entrega a Dios, lo pone en sus manos y acepta la ardua tarea de recibirnos a nosotros como sus nuevos hijos.

En esta fecha recordamos a María a los pies de la cruz, ofreciendo a su propio hijo a Dios y recibiéndonos a nosotros.

María, entonces, cuida nuestros pies, los mira con el mismo amor que miraba los pies de su hijo. Ella también los limpia, sana y acaricia, los cuida, mira y admira.

Que podamos reconocer siempre a nuestra Madre del cielo, fiel sierva y esclava de Dios para poder nosotros, al igual que ella, estar siempre a los pies de los demás.