Reflexión de Catalina Beccar Varela, publicada en la revista Bienaventurados del mes de junio de 2017.
21 de junio: San Luis Gonzaga
Sinceramente, no tenía idea sobre la vida de San Luis Gonzaga hasta que nuestro párroco Pedro me habló de su existencia. Me gustó mucho su historia así que, sin más, me tomo el tiempo de contarles un poco acerca de este joven santo.
Luis Gonzaga nació el 9 de marzo de 1568, en una familia muy noble de Roma. Fue el primero de siete hijos, y heredó el título de su padre: el marqués de Castiglione delle Stiviere.
Pero Luis no quería eso para su vida, así que se dedicó a estudiar Letras, Ciencias y Filosofía; y en sus tiempos libres leyó muchísimos textos religiosos que le hicieron tomar la decisión de entrar en la Compañía de Jesús.
Los esfuerzos de su padre por retenerlo, confiándole delicados asuntos de la familia, no consiguieron nada. Fue así como, en noviembre de 1583, Luis cedió todos sus derechos como primogénito a su hermano Rodolfo. El día 25 del mismo mes, Luis ingresó en el noviciado jesuita de Roma.
Cuentan los que saben que, estando allí, un día cualquiera, entre sus compañeros surgió una interesante charla. Uno de ellos preguntó al resto qué harían si supieran que iban a morir en unas pocas horas. Rápidamente, todos empezaron a contestar: “Yo me despediría de mi madre”, “Yo haría mi testamento”, “Yo correría a confesarme”. Pero Luis, con mucha calma y fe, dijo: “Yo seguiría haciendo lo que en ese momento esté haciendo, convencido de que es lo que Dios me pide en ese momento”.
Entre 1560 y 1593 la peste hizo estragos en Roma, causando miles de muertes. Luis atendió con heroísmo a los apestados y en uno de los hospitales en donde se ofrecía como voluntario, al contagiarse, falleció. Así moría a los 23 años, tras una vida rica en experiencias. Reconocía que «el Señor le había dado un gran fervor en ayudar a los pobres», y añadía con muchísima convicción: «Cuando uno tiene que vivir pocos años, Dios lo incita más a emprender tales acciones».
Creo que el testimonio de San Luis me invita a mirar un poco para adentro. Me invita a volver al punto de partida: ¿cuáles son mis convicciones?, ¿coinciden con lo que Dios me pide? O, mejor dicho: ¿qué me pide Dios?, ¿qué tarea me encomienda cada día?
De San Luis rescato su convicción, su haber dejado de lado los más grandes honores. Después de todo, ¿qué son los honores?, ¿acaso no fueron creados por los mismos hombres? Entonces pienso, ¿por qué siempre pongo mi mirada en lo más alto, en lo más poderoso? Suelo medir los resultados de mis objetivos en el éxito, en el reconocimiento, en llegar a la cima. Creo que ahí es cuando me equivoco, porque dudo que Dios me pida eso. Creo que Él me invita a mirar para abajo, a buscar la plenitud en la sencillez y en lo que realmente me hace feliz sin importar lo insignificante que eso pueda llegar a ser para los demás.
Hoy quiero que, como a San Luis, me arda el corazón con cada una de las cosas que haga. Quiero sentir la plenitud y felicidad de encontrar y seguir el camino que Dios un día me confió.