Reflexión de Inés Lagos, publicada en la revista Bienaventurados del mes de agosto de 2017.
15 de agosto, Solemnidad de la Asunción de María.
“Y apareció en el cielo un gran signo: una Mujer revestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas en su cabeza”.
Ap. 12, 1
Leemos el diario o miramos el noticiero: todos los días un nuevo asesinato, más hambre, otra guerra… Frente a este panorama, ¿es razonable mantener la esperanza en un futuro mejor para la humanidad? ¿No caemos con ello en una actitud ingenua?
No se trata de mantener expectativas ilusorias: podemos dar razón de nuestra fe que se funda en la resurrección de Cristo. También el dogma de la Asunción, que Pío XII declarase en 1950, constituye un motivo seguro de esperanza frente al dolor y la muerte: ahí está Ella, el gran signo en el cielo. Revestida de sol y coronada de doce estrellas, María nos muestra el destino glorioso que aguarda a los hombres.
La Madre de Dios lleva una corona, porque es verdaderamente la Reina de la creación y quiere asumir su rol como tal. Su dominio también ha de alcanzar nuestra propia vida. ¿Le hacemos lugar en nuestro corazón? ¿Pensamos alguna vez en si lo que estamos haciendo está de acuerdo con sus deseos para nosotros? ¿Nos preguntamos qué espera Ella de cada uno?
La mujer revestida de sol, es decir, de Cristo, es también un signo de luz: María está completamente traspasada por el amor, la gracia y la gloria de Dios. Por eso afirma la Iglesia que Ella es Inmaculada: nada hay en su persona que enturbie el resplandor divino. A semejanza de la Bendita entre todas las mujeres, seamos también luz para muchos. ¿Cómo podemos regalar esa luz? ¿Quiénes a nuestro alrededor la están necesitando?
María es, finalmente, un signo de victoria. Sabemos que Jesús venció la muerte; sin embargo, esto no nos quita la responsabilidad de colaborar con la obra salvadora. Cada uno de nosotros tiene una partecita, una lucha personal, de la que hacerse cargo. Si nos ponemos en sus manos, tenemos garantía de que venceremos. De todos modos, esa victoria no va a ser fácil: la Madre de Dios nos acompaña y sostiene, pero no nos ahorra desafíos. De hecho, lo más probable es que, si nos entregamos a Ella, humanamente se nos compliquen las cosas, porque María nos conduce por el camino que recorrió su Hijo: el de la cruz.
La Asunción de María es un gran motivo de esperanza. Por lo tanto, cuando la desilusión y la angustia nos quieran arrastrar, elevemos la mirada y contemplemos ese gran signo que desde lo alto nos consuela con la certeza de la victoria definitiva de Dios.