Reflexión de Paula Martínez publicada en la revista Bienaventurados del mes de septiembre de 2017. 


Viví un viaje de ensueño con cinco amigas. Al llegar al aeropuerto de Dubrovnik, los carteles escritos en croata me impedían entender a simple vista.

En un país desconocido, vas llegando, te vas acomodando al clima, a los gestos, a los saludos, a la cultura propia del lugar y empezás a entender y a tejer un idioma universal en tu corazón.

Lo primero fue, al salir del aeropuerto, escuchar el canto de un ave. Sentí que eso me era familiar, lo entendía; era una bienvenida, una caricia ante tanta extrañeza.

Al llegar a Medjugorje nos encontramos con la iglesia de Santiago Apóstol. A sus espaldas hay un altar muy grande con muchísimos bancos al aire libre. El primer momento en el que estuve frente a este altar, me recibió una gran cruz, con un Jesús de brazos extendidos. Frente a Él me arrodillé, cerré los ojos, y me sentí en un lugar conocido. Me sentía como frente al santísimo. “Esto ya lo conozco”, pensaba con mis ojos cerrados. Y una voz muy suave me decía en mi interior: “Mirá dónde estás”. Me sentí obligada a abrir los ojos y me encontré con las dos torres de la iglesia que me elevaban al cielo.

Me reconocí peregrina en la búsqueda de Dios en el mundo, un mundo que comienza en mi corazón, y que luego fui encontrando en las distintas personas con quienes me crucé a lo largo del viaje. Así fue como me detuve a mirar a otros “Medjugorjes”: en el corazón de Roberto, a quien encontré sentado mirando el piso de las calles de Madrid; a Gabriel en París y a María en Barcelona.

Sus miradas brillaban, sus diálogos fueron simples y profundos; sus necesidades eran hondas: ser mirados y reconocidos en el abandono bullicioso de las calles.
María te lleva a Jesús y así fue cómo en Medjugorje pude confirmar lo simple de la vida.

Medjugorje está cuando te detenés y escuchás tu corazón, está en la mirada del encuentro, en la simpleza de parar el caminar apresurado de la vida y ofrecer tu presencia a otro que tiene su alma con los brazos abiertos. Puede estar en la calle, o durmiendo a tu lado; puede ser un amigo que necesita tu silenciosa compañía o el que te cuesta y espera tu sonrisa.

Cuando me invitaron a ir a Medjugorje me dije: “¿Para qué ir? Si María está en todo lugar…”. Pero sabía, sin saber, que iba a ser un viaje maravilloso; y así fue.

Muchas veces necesitás hacer peregrinaciones para descubrir y fortalecer lo que ya sabés. Porque las distancias de lo conocido te dan una perspectiva mayor de lo que conocés y amás, un Jesús escondido en tantas personas.

Aquella ave hoy me vuelve a cantar ahora mientras escribo. No será croata, es argentina, pero tiene algo en común: una melodía suave que me dice “Yo estoy aquí y soy tu Madre; abrí los ojos que encontrarás a mi Hijo”.
Gracias María por el caminar de esos días.