Reflexión publicada en la sección de los jóvenes de la revista Bienaventurados del mes de abril de 2018.
En esta edición, dos jóvenes de la comunidad nos regalan su testimonio sobre una experiencia inigualable: viajar a Calcuta para ofrecer su corazón a los más pobres de los pobres.
TESTIMONIO DE LUCAS ZOTHNER
Me llamo Juan Lucas Zothner, tengo 21 años y tuve la gracia de ir 7 veces a Calcuta. Por el trabajo de mi papá, mi familia vive en la India hace 6 años; y se nos regala la oportunidad, a mis hermanos y a mí, de ir a visitar a nuestros padres dos veces por año.
De todos modos, hace tan solo 3 años me surgió el impulso de viajar a Calcuta. ¿Por qué? ¿Fue por un motivo religioso? No. ¿Había una causa servicial? No. ¿Anhelar ser mejor persona? Tampoco. Pero sabía que algo me tiraba para ahí. Sin darle más vuelta, y con el permiso de mis padres, el mismo día me lancé hacia Calcuta.
¿Vos me creerías si te cuento que 5 días son suficientes para girar el rumbo de la vida de una persona? No. Pero lo que sí fue suficiente para derrumbar todo lo que yo creía que conocía fue una caricia. Fue suficiente una mirada para que redefina mi andar. Fue sacar la confianza de mí mismo para que poder decirle “Sí” a Dios. Son esas contradicciones de Calcuta que me empujaron a salir al encuentro: el orden que se encuentra dentro del caos de las calles, el profundo silencio que se escucha en el ruido de las bocinas, la bondad que se esconde en la miseria.
No podía callar la profunda y auténtica alegría que me despertó Calcuta. La Madre Teresa tenía razón: “no es cuánto hacemos, sino cuánto amor ponemos en lo que hacemos”. Poder aprender eso del ejemplo carnal de las Misioneras de la Caridad, poder dejarse transformar por la mirada de los pacientes… todo eso me llevó a transformar un sueño en una realidad: compartir Calcuta con amigos. Fue así como este año terminamos siendo 48 jóvenes en Calcuta.
Imaginate: 48 jóvenes renunciaron a la comodidad de sus vacaciones para ponerse al servicio de los más pobres entre los pobres. 48 jóvenes que apostaron a que el amor en acción sí pudiera transformar vidas.
Es verdad, no hay que irse hasta Calcuta para vivir el servicio. Pero un amigo sacerdote lo dijo: “La Madre Teresa logró algo increíble: achicar la distancia entre el cielo y la tierra. Tal es la cercanía, que algunas veces ves a Dios disfrazado de pobre cruzando la calle».
TESTIMONIO DE PAZ DÍAZ MEZZINI
El año pasado, me invitaron a viajar a Calcuta para hacer el voluntariado de las Misioneras de la Caridad en enero de 2018 con un grupo de otros 47 jóvenes argentinos a quienes, como a mí, también les fue llegando la invitación. La verdad es que no sabía mucho de la Madre Teresa ni de qué se trataba el voluntariado en sí mismo; pero había algo de su obra que me atraía, que hacía mucho llamaba mi atención, y sentía que la tenía que conocer. Entonces, dije que sí y desde ese primer momento me sentí una privilegiada de Dios.
Hoy, a unos días de haber vuelto tras estar un mes y medio allá, reafirmo mi teoría. Me fue dado un regalo enorme, el más lindo de todos: la gracia de saberme hija muy amada de Dios, de ser testigo de que nada tengo que hacer yo más que rendirme y confiar en su voluntad, porque sola con mi humanidad nada puedo.
Allá en Calcuta, las misioneras fundaron distintas casas para servir a “los más pobres de entre los pobres”; y a mí, Dios me quiso en la casa de los niños, en el sector de chicos con discapacidades. Lo que hacíamos los voluntarios era principalmente estar con los chicos: hablar con ellos, darles de comer, cantar, bailar, jugar… Cosas muy simples que, viviendo allá, aprendí a hacer con amor al estar entregándoselas constantemente a Dios.
A la vez, la ciudad en sí me parece de lo más desordenada; las personas tienen una cultura muy distinta a la que conocía, y al principio puede ser impactante. Sin embargo, hoy todavía me cuesta entender algo: ¿cómo es posible que, en una ciudad en donde en las calles abunda el caos y la pobreza, uno logre encontrar silencio, paz y alegría en lo más simple? En realidad, lo que más me cuesta entender es que no hay mucho por entender. Es difícil comprender con la razón qué sucede en una ciudad en donde nada tiene sentido. Entonces aprendí que solo poniendo a Jesús en el centro logré ver la otra cara de Calcuta, solo animándome a “aprender a mirar con el corazón”.
Ahora bien, a vivir así no se aprende solo en Calcuta. Pero siento que esta experiencia fue un reafirmar constante de todo lo que se me fue enseñando a lo largo de mi camino de fe; que ahora no solo creo porque alguien me lo transmitió, sino también porque tuve el privilegio de experimentarlo. Y doy fe de que es real.