Reflexión de Inés Lagos publicada en la revista Bienaventurados del mes de mayo de 2018.
Ya de chica me fascinaba el pampero, ese viento que llega de improviso y trae un diluvio que rápidamente arrasa con el tórrido calor estival, refrescando el aire y trayendo nueva vida. En mayo, según anuncia el servicio meteorológico litúrgico, está pronosticada otra gran tormenta: la llaman PENTECOSTÉS.
Felizmente, podemos pedir esta lluvia y, cuanto más la anhelemos, más nos va a empapar. Roguemos al Espíritu Santo, entonces, que venga a renovarlo todo y se derrame en nuestros corazones, donde puede obrar maravillas. Aunque es imposible enumerarlas todas, bastará por ahora con destacar algunas. En primer lugar, el Espíritu Santo nos regala un sentido muy fino para captar los deseos de Dios y nos mueve a obedecerle con docilidad y alegría. Además, penetra en las profundidades del alma, allí en donde nosotros mismos no queremos mirar, y nos sana y purifica. Por si fuera poco, obra a través nuestro cada vez que hacemos el bien.
Pero lo fundamental es que participamos (es decir, tomamos una parte) de la vida divina cuando recibimos el Amor de Dios, el cual, como todo amor, nos asemeja al amado. Y para eso es que Dios nos regala su Amor, para elevarnos y hacernos semejantes a Él. De esta manera, podemos ser sus amigos. Finalmente, si la vida divina habita en nosotros, se desprende de ello una consecuencia práctica: nuestra labor por el Reino de los cielos se vuelve más eficaz; sobre todo, nuestro testimonio como cristianos puede ser auténtico. Porque podemos hablar mucho de Dios y eso está bien, pero a veces corremos el peligro de comportarnos como cotorras religiosas, cuando estamos llamados a algo mucho más grande: a ser portadores de Dios, templos de Dios, como señala san Pablo.
Por lo tanto, previendo la borrasca que se avecina, sugerimos abrir las ventanas, salir a las calles, cerrar los paraguas y, básicamente, hacer a un lado todo aquello que pueda presentar obstáculos al Espíritu Santo que quiere, una vez más, inundar el mundo de amor. Pidamos en este Pentecostés que venga y haga de nosotros canales de la gracia. Que pueda amar a nuestro prójimo en nosotros, que pueda consolar, sanar, abrazar y bendecir a través nuestro. Y, sobre todo, que haga brotar de nuestros labios un suspiro y la palabra más dulce: Papá.