Reflexión de Felipe Dondo, publicada en la revista Bienaventurados del mes de julio de 2018.
9 de julio: Día de la Virgen de Itatí
La imagen de la Virgen de Itatí es una de las más veneradas del territorio argentino, pero nadie sabe quién la talló ni de dónde vino. Sólo sabemos que dos frailes franciscanos la llevaron a la pequeña misión que se estaba formando a orillas del Paraná allá por el siglo XVI. Allí nació la amistad entre el pueblo guaraní y la Madre de Dios.
Tal vez la mirada dulce de la virgen los cautivó. O sería quizá la mezcla de maderas con las que fue tallada, en la que se abrazaban dos continentes: el cuerpo es de madera de timbó, árbol típico americano, y su rostro es de nogal, oriundo de Europa. ¿Quién sabe? Quizá la coincidencia de la fecha de nuestra independencia con la de su fiesta patronal no es casual, sino un recordatorio de que independencia no es enemistad ni rechazo ni revancha. La independencia tal vez se parece a ese ensamble de dos maderas distintas, que se reconocen distintas pero comparten un mismo manto maternal.
La Virgen de Itatí compite en caprichosa con la de Luján. Cuenta la leyenda que otras tribus menos amistosas atacaron el lugar de aquella primera misión y se robaron, entre otras cosas, la imagen. Pero un tiempo después un indio llamado José fue a pescar al río y se la volvió a encontrar. Estaba sobre una piedra blanca en la costa del río, rodeada de una luz brillante y una música de ángeles.
Los franciscanos la llevaron de vuelta al oratorio que habían construido para ella, pero la virgencita volvió a su piedra. Y lo mismo ocurrió por segunda vez, hasta que por fin comprendieron que la Virgen quería quedarse allá, en la piedra blanca (ita significa piedra en guaraní; ti significa blanco).
Allí fundaron, en 1615, el “Pueblo de Indios de la Pura y Limpia Concepción de Nuestra Señora de Itatí”, uno de los más antiguos de nuestro país. A partir de entonces, esta virgencita de dos colores fue protagonista de milagros de todo tipo. Los primeros fueron las llamadas “transfiguraciones” sucedidas durante muchos años en los días de la Semana Santa: su rostro se embellecía y se iluminaba, sonreía y otra vez se oía la música de los ángeles alrededor.
Entre otros milagros, el más llamativo fue uno recordado como “el atajo”. Ya entrado el siglo XVIII, la inminencia de un malón empujó a los habitantes a arrodillarse frente a la Virgen para rogarle que los protegiera. De pronto, la llanura por la que avanzaban los indios al galope se rajó como si se tratara de un terremoto. Huyeron despavoridos y el pueblo quedó a salvo.
Hoy, el Santuario de la Virgen de Itatí es una mole blanca a orillas del Paraná que recibe más de dos millones de peregrinos al año, provenientes de distintos puntos del país, con el corazón lleno de ruegos, agradecimientos y oraciones. Y se lo dejan todito a la Virgen de la piedra blanca porque, según dicen los devotos, el espacio hueco que hay entre sus manos de madera tiene el tamaño justo de nuestro corazón.