Reflexión de Mercedes Ruiz Luque, publicada en la revista Bienaventurados del mes de julio de 2018.
Querido hermano:
En esta ocasión, te escribo para hablarte de la fe. Trataré de hacerlo desde mi experiencia y con palabras sencillas, no te alarmes.
En primer lugar, creo que la fe es una cuestión de confianza ciega. Es por eso que te recomiendo tratar de discernir los signos de los tiempos. Si me preguntás cuáles son los signos de tu tiempo, debo decirte que no tengo idea. Eso tendrás que ir descubriéndolo vos.
En mi caso, creo que un signo fue ver a todo el grupo, entusiasmado, tratando de explicarme con palabras algo que era complicado de entender. Pero, en ese momento, no supe interpretarlo. Los vi a todos abalanzándose atolondrados sobre mí, hablando a la vez y tratando de contagiarme una alegría que no entendía de dónde venía. Me decían: “¡Hemos visto al Señor!”. Y yo, en vez de abrirme a lo que querían transmitirme, me cerré y me centré en mí mismo. Era un mensaje demasiado bueno para ser cierto. Así fue que no les creí.
A los ocho días, pasó lo que ya sabés. Jesús se presentó nuevamente cuando estábamos reunidos. Con paciencia, me dijo que tocara sus heridas y que no fuera incrédulo, sino creyente. Ahí se abrieron mi mente y mi corazón, y pude reconocerlo. Pero me dijo: “Has creído porque me has visto. Felices los que creen sin haber visto”.
Hermano, para que tengas siempre en cuenta: ¡no hay nada como vivir la fe en comunidad! Vos fijate que, cuando me alejé del grupo, me sentía solo, desamparado y sin fuerzas para seguir caminando. Estaba muy triste por lo que le había pasado a Jesús, no podía aceptarlo y prefería sufrir en soledad. En cambio, los demás apóstoles estaban compartiendo su tristeza, sosteniéndose unos a otros y cuidándose mutuamente. Y fue ahí donde se les apareció Jesús. Porque estaban reunidos en su nombre.
En su segunda aparición, cuando me pidió que fuera hombre de fe, Jesús me hizo notar que no había confiado ni siquiera en lo que me decían mis amigos. ¡Qué gran ceguera tenía! Por eso te aconsejo especialmente que valores el testimonio de los que te rodean. Pero, además, sé vos mismo un testimonio vivo para los demás: con la gracia de Dios, vos podés ser la causa de fe para muchas personas. Y, por lo tanto, instrumento de paz, alegría, consuelo y esperanza.
Espero que puedas aprovechar estas palabras para trabajar tu fe. Si algún día tenés dudas o crisis espirituales, contá conmigo. Te aseguro que pasé por eso, y que voy a hacer todo lo posible para interceder por vos.
Que el Señor y Dios nuestro siga bendiciendo tu vida,
Tomás.