Reflexión de nuestro párroco emérito, P. Pedro Oeyen, publicada en la revista Bienaventurados del mes de julio de 2018. 

La primera parroquia que me tocó conducir fue la de Ntra. Sra. de Lourdes, en Beccar. Entre semana, poca gente acudía al templo fuera de las celebraciones: algunos vecinos, madres después de dejar a sus hijos en las escuelas cercanas y operarios de las fábricas de la zona al entrar o salir del trabajo.

Con mi compañero, Jordi Catarineu, nos encargábamos de abrir y cerrar la iglesia. Durante el día, a veces mirábamos para evitar robos o actos inapropiados, pero durante largos períodos no había nadie.

En un momento dado, vimos que a eso de las 14 h venía habitualmente un hombre de unos 65 años vestido pobremente y se quedaba sentado en uno de los bancos del fondo durante una o dos horas. Nos llamó la atención y pensamos que podía ser un vagabundo que descansara allí protegiéndose del frío, el calor y la lluvia, algún borracho, o alguien que esperaba un descuido de nuestra parte para llevarse algo.

Pero, a medida que los días se sucedían, no se confirmaba ninguna de esas hipótesis. El hombre, si bien vestía muy humildemente, no parecía desaliñado, no estaba sucio ni tenía mal olor, no olía a vino y nunca hizo el menor gesto de apropiarse de algo ajeno.
Intrigado, decidí hablarle. Me acerqué, nos presentamos y le pregunté:

-Veo que usted viene casi siempre y se queda aquí largo tiempo. ¿Reza cuando viene?
-No, padre- me contestó con sencillez.
-¿Habla con Dios, Jesús o la Virgen?
-No, padre.
-¿Viene para descansar?
-No, padre- repitió una vez más.
-Entonces, ¿qué hace durante todo ese tiempo?
-Nada.
Como esa respuesta no me satisfacía, insistí: -¿Cómo nada? Explíqueme qué es eso de no hacer nada.
Señalando la gran imagen de Cristo crucificado que está detrás del altar, me dijo: -Nada. Jesús está allí y yo estoy acá.
Conmovido y asombrado, sólo atiné a decirle: -Ah, bueno, venga siempre que quiera.

Me despedí y me fui avergonzado por haber pensado que era un vagabundo, un borracho o un ladrón. Había encontrado un contemplativo que no necesitaba oraciones, ni palabras para comunicarse con Dios. Le bastaba estar en su presencia.

Como una madre puede estar horas mirando al niño recién nacido y está feliz con sólo observarlo, como un artista que puede contemplar largo rato una obra para descubrir cada detalle, como el viajero que detiene su marcha para admirar con calma un paisaje, como los enamorados que se sienten bien con sólo tener a la persona amada a su lado, como esos amigos que con una mirada se entienden, así los contemplativos pueden estar con Dios en silencio sin hacer ni decir nada porque saben que Él conoce lo que tienen en su corazón.

Que en el día del amigo y en todos los días de nuestra vida podamos descubrir que Jesús es nuestro mejor amigo y busquemos los momentos para estar a solas con Él.