Reflexión de Paula Martínez, publicada en la revista Bienaventurados del mes de agosto de 2018. 

«Que podamos seguir soñando con un corazón de niño, que es lo más puro que conserva nuestro ser«.


La infancia es un lugar de magia, es la primera etapa de la evolución humana, es un refugio para la adultez, cuando los dolores llegan sin saber por qué. Es un refugio para ir a buscar la verdad, que nos guía e ilumina en el sendero de la vida, de nuestra misión en la tierra.

Si recordamos cómo éramos de niños, “la fuerza y el empuje que teníamos”, el dolor que vivimos se llena de luz.

Pero, ¿qué es un niño? Es un ser de ilusión, de aventuras, de creer posible el brillo de cada instante; es el ser de la perseverancia, porque cuando desea algo insiste hasta alcanzarlo.

Pero, ¿qué pasa con aquellos niños cuyo brillo se apaga? Los vientos del afuera soplan fuerte y disminuyen la intensidad de su brillo… Por suerte, siempre hay un ángel cerca protegiéndolos.

Somos los adultos los responsables de ser cuidadosos ante la presencia de un niño.
En ocasiones, podemos ser el viento frío que intenta apagar el brillo de la inocencia. Pero también somos la posibilidad de dar cobijo y calidez a sus preguntas, a sus miradas, a sus fantasías, a sus necesidades de estar a nuestro lado en silencio en un abrazo que nos llena a ambos.

Entonces el brillo de los dos aumenta.

Siendo los más pequeños, son los más grandes en sabiduría.

Lo simple y puro los caracteriza. Es por la puerta de la infancia que el reino de Dios se hace presente.

Mirar a un niño es mirar un pedacito de cielo. Si alineamos sus ojos con los nuestros, podremos ver algo de ese mundo.

Los niños nos hablan de verdades ocultas, de esas que no queremos ver pero necesitamos ver.

Sus días están llenos de posibilidades de sueños para volar.

Los objetos cobran vida y el juego es un continuo soñar.

Su tiempo interno muchas veces no está en sintonía con el tiempo externo que le proponemos los adultos. Y surgen los “ahora no”, “un poquito más”, “después voy”.

Un palo de escoba es un caballo; un trozo de tela los transforma en princesa; y, con una manzana sobre su rostro, desaparecen del mundo. Todo es posible.

Si respetamos esta etapa, luego estos niños serán adultos creativos en la misión que tengan en sus manos.

Estos adultos podrán volver a conectarse con la sabiduría de otros niños, los mirarán a los ojos y verán el reino de Dios. Estos adultos también tendrán a sus ángeles cerca, porque a ellos se les permitió brillar, siendo simplemente NIÑOS.

Les comparto una poesía de Miguel de Unamuno que dice así:

Agranda la puerta, Padre, porque no puedo pasar.
La hiciste para los niños,
yo he crecido a mi pesar.
Si no me agrandas la puerta,
achícame por piedad.
Vuélveme a la edad bendita
en que vivir es soñar.