Reflexión de Juan José Mayer, publicada en la revista Bienaventurados del mes de agosto de 2018.
En los últimos años, la cultura individualista caló profundo en nuestra sociedad cada vez más digital que, si bien acortó distancias kilométricas, generó otras que no se miden ni en pies ni en leguas. Los silencios son cada vez más y más incómodos; el celular y los auriculares son refugio ¿o cárcel tal vez? Nuestros actos solidarios ya no pasan por darle un abrigo a quien pasa frío, sino por compartir una foto en Facebook o una historia en Instagram esperando que alguien más concrete el hecho.
Hablar de lo que Jesús nos enseña parece ya no estar de moda. A rezar el rosario en el tren lo reemplazó el feed de Twitter; a meditar en el río, pasar el día entero mirando una serie en Netflix; y a visitar al Santísimo, anhelar lo que llevan puesto los maniquíes en las vidrieras. Pero me quedo tranquilo porque todavía hay muchos que van contracorriente, que rezan por nosotros, que se preparan para guiarnos, para ser nuestros Padres espirituales, nuestros pastores.
Hoy somos conscientes de que la diversidad de pensamientos y opiniones nos lleva a formar mejor nuestra visión, así como a sostener la propia. La dificultad acá está en la coherencia entre lo que pensamos y lo que hacemos.
Además, hoy estamos bombardeados por información; vemos al menos 3000 anuncios publicitarios al día; escuchamos noticias, opiniones en el aire, conclusiones infundadas o erradas entre miles de estímulos. Con todo esto, ¿cómo podemos aprehender de la Iglesia? ¿Cómo recibimos su propuesta a través del Papa? ¿Cómo podemos darle espacio a la reflexión, al detenerse, al encuentro? ¿Cómo una persona puede escuchar a Dios en medio de tanto ruido?
David López es seminarista de nuestra diócesis, y nos da su visión a partir de algunas preguntas que le hicimos:
– Los medios de comunicación muestran el rol del papa Francisco con más frecuencia e intensidad en la política que en lo religioso. ¿Qué tanto creés que influye sobre la política? ¿Y en comparación con Benedicto XVI?
Sin duda, la llegada de Francisco a la Iglesia como Papa marca un hito histórico. Para nuestro país fue, y creo que lo sigue siendo, un orgullo tener sentado en el sillón de Pedro a un argentino. Jorge Bergoglio siempre fue un hombre evangélico, es decir, un hombre que se tomó en serio vivir su vida coherentemente con lo que enseña, como sacerdote, como obispo de Buenos Aires y hoy como Papa. Este modo de vivir el Evangelio de manera radical tiene consecuencias sobre la vida y, por supuesto, como esta vida está inmersa en un tramado social, político y cultural, sus acciones repercuten en estos ámbitos. Creo que Francisco no se propone hacer política; leerlo políticamente es reducirlo, es no comprender su obrar como pastor. Es verdad que es un hombre de acción; y esto lo diferencia de Benedicto que es un erudito, un Teólogo formidable, una de las grandes luces de nuestra Iglesia. Pero no era un hombre que apareciera en los medios de comunicación. En este sentido, habría que compararlo con Juan Pablo II, que también era un hombre de acción, y con una coyuntura social mundial complicada como la que vive nuestro tiempo.
Creo que la exigencia que hoy hace la sociedad a la Iglesia es coherencia, y Francisco la representa. Esa coherencia entre fe y vida lo expone políticamente. Es difícil analizar su influencia, me gustaría que fuera más efectiva, puesto que lo que propone es un mundo más evangélico, más humano, más solidario. Basta leer su magisterio para poder comprender sus acciones. Francisco conjuga su magisterio con su obrar, Evangelio con vida. Esto provoca. Ojalá esta provocación nos convoque a evangelizar las estructuras sociales buscando que sean más humanas.
– El progresismo y la cultura individualista se instalaron en la sociedad. Como contrapartida, Francisco promueve la cultura del encuentro. ¿Cómo ves el rol de la Iglesia hoy ante esto? ¿Está siendo efectivo?
Hablar de efectividad es hablar en lenguaje económico. Francisco promueve la cultura del encuentro, pero dejando de lado este lenguaje tan instalado en nuestro tiempo: lenguaje de compra-venta, rendimiento-déficit, etc. Si se produce algún tipo de encuentro, de vínculo, de diálogo entre dos realidades, entre dos personas, entre dos estructuras, esto ya de por sí es un gran paso. Sin encuentro no puede haber diálogo, sin encuentro no puede haber escucha, sin encuentro no puede haber esperanza para algo distinto.
Dios, al encarnarse, quiere hacerse encuentro entre lo divino y lo humano, ¡y vaya que cambió la historia cuando este encuentro se hizo realidad en la Persona de Jesucristo! Desde entonces, la Iglesia siempre ha sido puente de encuentro entre los hombres entre sí, invitándolos a la fraternidad universal; entre los hombres con Dios, participándolos en la filiación; y ubicando también el encuentro del hombre con la creación, denunciando cuando hay excesos.
Francisco, como Papa, va tejiendo este proceso de encuentro. Nuevamente, su magisterio nos puede iluminar. La Iglesia va ensayando estos encuentros, promoviendo el diálogo, y creando espacios de encuentro. Aunque la realidad humana, peregrina y pecadora de la Iglesia también está presente. Esto hace que estos procesos no siempre sean “efectivos”.
Durante junio de este año, la Comisión Teológica Internacional sacó un documento sobre la Sinodalidad, que es el modo que la Iglesia busca para este nuevo milenio. Sinodalidad, muy resumidamente, es caminar juntos, y para ello hay que encontrarse y dialogar. Esta es una propuesta eclesial, que marca con fuerza el camino que Francisco nos propone. Pedro quiere conducirnos por estas aguas. Confío en que, como Iglesia, podamos dar lugar en nuestro corazón a este viejo modo de vivir, y digo viejo porque la sinodalidad aparece ya en Hechos de los Apóstoles: para discernir el modo de ser de la Iglesia frente al mundo gentil, los apóstoles se reunieron en Jerusalén a escucharse y escuchar al Espíritu Santo y así buscar los caminos del Evangelio.
Creo que al menos Pedro en Roma nos propone este camino. Como Iglesia, tenemos que hacernos cargo, fomentar espacios de encuentro y diálogo, no sólo con los que piensan como uno sino, y sobre todo, con el que piensa distinto.