Reflexión de nuestro párroco, P. Carlos Avellaneda, publicada en la revista Bienaventurados del mes de septiembre de 2018. 


Todos reconocemos la crisis por la que, desde hace un tiempo, atraviesa el matrimonio tradicional. Actualmente, la duración de una pareja depende más de la calidad relacional que de los mandatos y juramentos. Vivimos tiempos en los que a los esposos les cuesta pasar de las primeras etapas del amor romántico y apasionado a las siguientes, más necesitadas de trabajo y dedicación para enriquecer la relación. Todos parecen anhelar un vínculo amoroso que, sin embargo, no siempre son capaces de construir. Los cónyuges suelen concentrarse cada uno en sus propias necesidades y expectativas, lo cual les impide unirse en una dinámica amorosa en favor del “nosotros conyugal”. En la actual cultura centrada en el propio “yo”, los proyectos personales son vividos como impostergables, y por eso se hace difícil conjugarlos con el proyecto matrimonial o familiar.

Podríamos decir que muchos hombres y mujeres zigzaguean entre la búsqueda de compañía y el deseo de independencia, entre su necesidad de amor y su temor a amar. Y mientras cada vez son más las mujeres que luchan por lograr en su relación una síntesis de intimidad e independencia, muchos hombres siguen buscando la dependencia que es una forma de acomodar su miedo a la intimidad.

No está siendo fácil conciliar los anhelos de compañía con los de autonomía personal. Las personas desean ser ellas mismas y serlo con otro, pero no al costo de dejar de ser ellas mismas por estar con él. Si siempre causó temor quedarse solo en la vida, hoy sigue vigente este temor, pero es superado por el de vivir una relación amorosa que obligue a postergar las propias aspiraciones y sea fuente de renuncias o sacrificios. El amor se convierte así en una poderosa fuente de ansiedad: da miedo no vivirlo y vivirlo, quedarse solo y estar acompañado por alguien en una relación conflictiva.

Como se ve, las relaciones amorosas –siempre atrayentes– se han convertido en riesgosas a causa de su imprevisibilidad e inestabilidad. Las jóvenes generaciones que se abrieron paso en medio de tantas tempestades matrimoniales son las más precavidas a la hora de asumir compromisos. Por eso se viene generalizando la postergación de la celebración del matrimonio, sea civil o religioso. Evitando un compromiso intenso, se busca alejar la posibilidad de sentirse vulnerable.

Hoy en día, las personas parecen unirse amorosamente por el mismo motivo que se separan: para evitar el sufrimiento. Pero unirse a otro para no sentirse solo no alcanza para construir una relación gratificante. Una relación entre dos es inviable cuando ambos piensan solo en sí mismos. Si el otro solo existe como algo útil o funcional a las propias necesidades, desaparece como otro, como él o ella misma. Y, ¿cómo lograr una relación “de a dos” si el otro se difumina porque no es reconocido como “otro”, cuando es tratado como lo que yo espero o necesito?

Hace muchos años dedico buena parte de mi ministerio pastoral a acompañar a los esposos, ayudándolos a desarrollar algunas habilidades imprescindibles del amor: el diálogo, la empatía, el compañerismo, la entrega generosa al otro, pero no devastadora de sí mismos. Invito a quienes deseen unirse a la pastoral matrimonial y familiar de la parroquia a que se animen a participar de algún grupo de matrimonios. La experiencia de los que ya lo hacen es sumamente positiva.
Les dejo mi cariño.

Padre Carlos


 

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