Reflexión de Ignacio Rico publicada en la revista Bienaventurados del mes de octubre de 2018. 

1 de octubre: Santa Teresita del Niño Jesús

«Aunque yo hubiera cometido todos los crímenes posibles, tendría una gran confianza en Dios. Porque todos nuestros pecados, si confiamos en la Misericordia de Dios, son como una gota de agua arrojada a un gran horno encendido”.


“¿Cómo querés que te llamemos cuando ya no estés?”
“Teresita”, dijo Sor Teresa de Lisieux de 24 años a sus hermanas, a pocos días de su partida inminente a la casa del Padre, el 30 de septiembre de 1897.
“Quiero pasar mi Cielo haciendo el bien en la tierra, hasta el fin del mundo”, agregó en sus cartas. Teresita tuvo una sed vocacional inmensa por esparcir la fragancia del Evangelio y desde muy joven, cuando entró en el Convento de las Carmelitas, anhelaba ser una seguidora apasionada de Jesús. Luego, su enfermedad temprana le truncaría tantos de sus deseos. Y, sin embargo, dada su vocación y su acompañamiento en cartas y oraciones a misioneros, hoy es la patrona de las misiones en el mundo.

Teresita nos regala hoy ese diálogo entre lo que más anhelamos ser, y la capacidad para sintonizar con los propósitos misteriosos de la vida y sus caminos, que muchas veces no coinciden con los nuestros, para abandonarnos confiados en el Tata Dios, que nos lleva en brazos por las quebradas de la incomprensión. Teresita va a decir, en medio de sus contrariedades y dudas, “Mi vocación es el Amor”.

Teresita hoy nos muestra un estilo de ser Iglesia que quizá consiste en andar por el camino de la minoridad, de lo pequeño. Ella vivió en una época de rigor, en la que era más importante “no pecar” que amar bien y dejarse amar; de una Iglesia con mucho poder y autoridad moral, que le costaba más ponerse en diálogo y escucha con el mundo de aquel entonces, ya que la búsqueda de plenitud del hombre iba por otro lado.

Teresita, que habla tanto de animarse a jugar y a ser como niños, reza: “…el buen Dios no puede inspirar deseos irrealizables, por eso puedo, a pesar de mi pequeñez, aspirar a la santidad…”.

Creo que la Iglesia vive hoy un momento difícil y a la vez interesante, de posibilidades nuevas. Como Institución es más pequeña, frágil y criticada que antes. Ya no es legitimada como en otro tiempo por su autoridad y poder. Muy parecido a las primeras comunidades cristianas, que tenían el sólo poder contagioso del testimonio y de su vida para evangelizar. Ese estado otoñal de despojo de poder la lanza a buscar un mensaje de perennidad en la vida misma de sus seguidores, una frescura primaveral para acercarse, como en el camino de Emaús, al hombre de hoy, frustrado y hambriento del sentido de su vida, para ponerse en diálogo con mayor libertad y humildad. Rompiendo con la uniformidad y descalzándose ante el misterio del otro, el diálogo comienza con captar las semillas del Reino que crecen dentro y fuera de las jurisdicciones eclesiales, y se mantiene al apreciar y disfrutar de sus frutos.

Me la imagino a Teresita rezando por la fragilidad de nuestras comunidades, vínculos y proyectos, alivianándonos de nuestros escrúpulos y asomándose en nuestros ojos para hacerlos más misericordiosos y menos omnipotentes, deslumbrándonos ante un Dios que se inclina ante lo pequeño.