Reflexión de Catalina Beccar Varela publicada en la revista Bienaventurados del mes de octubre de 2018.
Volvía de la facultad en uno de esos trenes que salen de Retiro a eso de las diez de la noche. Por suerte, son trenes mucho menos cargados que los que uno puede imaginar en hora pico, trenes en donde uno puede darse el lujo de viajar sentado.
Delante de mí, viajaban dos mujeres que, al menos mirándolas desde atrás, aparentaban la misma edad. Ambas se veían cansadas y hasta rasgos de preocupación y angustia podían asomarse en sus miradas.
La más arreglada de ellas llamó a una amiga diciendo: “Con el tema de las valijas mi mamá ya no me habla, me dice que todo es por mi culpa, ayer ni siquiera quiso comer conmigo”. En síntesis, la suertuda había viajado a Italia y Francia con su mamá y, al volver, ambas habían tenido la malísima desgracia de haber perdido las valijas en el avión. A pesar de compartir el viaje, la joven no tenía una buena relación con su madre y esta última ahora la culpaba por la pérdida de las valijas. La joven, al borde del llanto, decía: “No sé qué voy a hacer, ahora tengo que pagar todas las compras que hice y quedarme con las manos vacías. Como si esto fuera poco, mi mamá no me quiere ni ver”.
A los pocos minutos, la mujer que estaba a su lado recibió una llamada. Parecía llamar una de sus hermanas. El drama esta vez era otro, y muy distinto. “¿Cómo estoy? … Estoy muy mal. Hace dos horas que estoy viajando con mi bebé para llevársela al padre. Es la última vez que va a verla antes del juicio, porque no podemos seguir así. Vos sabés cómo es él, adicto y violento. Yo no puedo dejar a mi hija los fines de semana en un barrio tan peligroso como ese, y mucho menos con su padre en esas condiciones”.
Así fue cómo me sorprendí por el gran abismo que separaba a estas dos mujeres. Estaban sentadas tan cerca y a la vez tan lejos… Dos mundos completamente diferentes. Pero ambas vivían una situación que las angustiaba y les causaba tristeza. Claro está que entre ellas eran desconocidas y, sin embargo, estaban unidas en el dolor.
Pienso que nunca sabemos qué pasa en la vida de los demás hasta que ponemos un poco de atención. Nunca sabemos por qué situación están pasando, a menos que nos dispongamos a mirar y escuchar. Pero no es mirar con desprecio ni escuchar con prejuicios. Es hacerlo con el alma y con el corazón. Nunca sabemos frente a quién nos encontramos. Está en nuestras manos abrir la mente, y dejarnos atravesar por quienes se nos cruzan en la vida.
Nunca sabemos si quien tenemos al costado vive por fuera pero muere por dentro. Por eso creo que, para entrar en el otro, hay que saber respetarlo y apreciarlo. Hay que ponerlo en el centro de nuestra atención. A veces no hace falta tocar la puerta del alma de quien tengo a mi lado; simplemente alcanza con sacarse las sandalias, reconociéndolo sagrado y estando dispuesto a abrazar su corazón.