Reflexión de Ignacio Rico publicada en la revista Bienaventurados del mes de noviembre de 2018.
Hacia las alturas, por las profundidades.
Los árboles son, para el hombre, algo más que una expresión viva de la creación. Son sombra, vida, medicina, leña, fuego, calor, color y belleza. Pero, para la semilla, es el sueño hecho realidad, su plenitud. Pues todo comenzó ahí. Resulta milagroso, y uno de los mecanismos más increíbles de la vida, cómo de algo tan pequeño pueden surgir los árboles, las plantas, las flores… ¿qué sería de la tierra sin su presencia?
Desde el brote de pasto más tierno hasta el Eucalipto más imponente, una misma vida corre por el tronco del Roble y por la generosidad del Naranjo. No importa cómo, todos están en su lugar, ofreciendo lo mejor de sí. En el momento que les toca, respetando las etapas y las estaciones. Experimentan que hay verano porque hay invierno. Algunos, como el Fresno o el Arce, tienen la capacidad de adornar sus ramas con las más profundas tonalidades antes de entregar sus hojas al alfombrado suelo otoñal. Otros, en cambio, como el Jacarandá o el Lapacho, se visten de fiesta para recibir a la primavera, luciendo flores de colores vivos, que transforman el paisaje allí donde se encuentran.
Uno de los secretos del crecimiento de la semilla es que para empezar a vivir necesita de la oscuridad; las raíces no pueden crecer en plena luz, pues se secarían. Los nutrientes se encuentran en la oscuridad de la tierra y, si la semilla no transita la oscuridad, no puede llegar a la luz. Esta oscuridad está llena de movimientos vitales. Una vez que la humedad activa la vida, la semilla comienza a mutar. Después crece la raíz, que cumple la función de absorber los nutrientes y anclarse en lo profundo para que pueda brotar, en su momento, el tallo. Para ir hacia arriba, necesita primero ir hacia abajo, para recién ahí asomarse en la tierra.
Los árboles son maestros en el arte de la paciencia. Son lo que son gracias a ella. Nunca van a crecer lo suficientemente rápido, ansiosos por percibir más luz, si sus raíces no pueden mantener erguido el tronco. Y, sin que nadie lo perciba, estas raíces siempre siguen creciendo, cimentando en la tierra.
También son maestros de la humildad, el arte de andar en la verdad. Enraizado en el latín “humilitas”, guarda relación con “humus”, tierra, porque el humilde apoya sus pies en la tierra. Y los árboles, más que los pies, están plantados en ella. Nacen del suelo y siempre permanecen unidos a él, como todo proyecto que nace de la tierra y que, si se desarraiga por alcanzar el cielo, se secaría.
A su vez, quien anda con los pies en la tierra, quien empieza a aceptar su geografía, se abre a verla con una chispa viva que se llama humor, que va de la mano de humus. Y esa chispa, si prende en la realidad, la ilumina con una nueva luz, que en los hombres se llama sonrisa, risa o carcajada. En los árboles se llama fruto, aroma o flor.
Me gusta creer que en el cielo debe haber muchos árboles, de los más diversos colores y tamaños. A lo largo de las montañas y hasta la orilla de los mares. Y que, si hay un templo en donde se encuentra Tata Dios, este es un gran bosque en el que las columnas no son de piedra sino que son troncos, los arcos no son macizos sino ramas esbeltas, y el techo es un gran tejado de hojas por donde se filtra la luz diáfana que ilumina a todos los que salen a abrazar al Padre. Los árboles que se caen luego de dejar su descendencia entregan su leña para el fuego que reúne a todos los hermanos. Y la madera más fina se usa para confeccionar las guitarras y los violines que entonan canciones e himnos en torno al gran fogón.