Reflexión de Juan José Mayer publicada en la revista Bienaventurados del mes de noviembre de 2018. 


Es difícil escapar al ritmo de Buenos Aires, sobre todo a la vorágine que vivimos día a día, en la que no podemos esperar 10 segundos para que cargue un sitio web; en la que desesperamos cuando el colectivo lleva 15 minutos de retraso, cuando el tren está lleno o cuando el tráfico no nos deja avanzar; en esos días en que la fila del supermercado copa los pasillos o la fila del peaje es eterna. Ni hablar del tiempo que perdemos en la sala de espera de una guardia médica, en donde hay carteles que indican que los que esperamos somos o debemos ser pacientes.

Tener la calma o tranquilidad para esperar hoy en día no es para cualquiera. Para los diccionarios, se trata de tener la capacidad de tolerar desgracias y adversidades o cosas molestas u ofensivas, sin quejarse ni rebelarse.

Sin embargo, pienso que saber esperar o ser consciente de que las cosas tienen su tiempo implica también conocerse a uno mismo y entender que hay cosas que no podemos controlar, que dependen de alguien más. La paciencia, que todo lo alcanza, en palabras de Santa Teresa, es un fruto de los dones del Espíritu Santo y reflejo de nuestras experiencias, de nuestra sabiduría y del valor que le damos a nuestro prójimo. ¿Acaso no nos sentimos bien cuando alguien más está siendo nuestro “paciente”?

Cuando tenemos esta actitud, no sólo estamos compartiendo nuestro tiempo, también estamos transmitiendo nuestra confianza en el otro, reconociendo que tiene capacidades. Luego el tiempo dirá si las cosas que esperábamos que sucedieran llegan a buen puerto y en el momento adecuado. Al mirar atrás, nos damos cuenta de que tenía que ocurrir de esa manera, de que los planes y los tiempos de Dios no son iguales a los nuestros; y, de estos momentos, tomar el aprendizaje. ¿Qué hay de bueno en haber esperado un poco más? ¿Qué hubiera pasado si ocurría antes?

Podemos hacer el ejercicio de la paciencia con quienes nos rodean, aunque sea con cosas simples. Podemos pedirle al Espíritu Santo sus dones para que nos inspire, y ayude a atravesar momentos difíciles. Es una muy buena oportunidad para encontrarnos, para tomarnos las cosas con calma, y de a poco aprender a esperar.