Reflexión de Ignacio Rico, publicada en la revista Bienaventurados del mes de marzo de 2019.
Resulta que había un campo lleno de yuyos y malezas que crecían tomando nutrientes de la tierra y sofocando a toda planta que no se adaptara a aquella región. Una semilla cayó del vuelo de un pájaro que venía del norte. Esta voló por entre el yuyal tupido, escurriéndose entre las hojas hasta llegar a la tierra. Apenas tomó contacto con el humus, empezó a hincharse sin poder medirlo y mantuvo el diálogo con una fuerza vital que la invadía y la ensanchaba. La cáscara externa se rajó y un cotiledón salió de su escudo de confort. Se prolongó con fuerza absorbiendo más humedad y penetró la tierra.
Así fue como, a las pocas lunas nuevas de haber crecido un tallo tierno, los yuyos se enteraron de la presencia de una plantita diferente y comenzaron a rodear sus raíces para intentar asfixiarla. Una batalla se libró bajo la tierra. En la superficie, las hojas de los yuyos buscaron hacerle sombra a la hojita nueva, que era diferente a la de las suyas. La hojita incipiente crecía lentamente y el sol era tan necesario al principio. A pesar de la hostilidad de la tierra, la raíz de la semilla se mantuvo aferrada al humus.
Llegado el tiempo de la siembra, la gente de aquel campo aró todo el lote de yuyos y lo dispusieron para la siembra de un cultivo. Al pasar por donde había caído la semilla, el arado levantó la plantita y cortó su tallo. La semilla quedó de cara al cielo, pero con sus raíces enredadas todavía en la oscuridad de la tierra.
Pasaron las noches y los temporales de lluvia, y la fuerza de la primavera acompañó el crecimiento de un tallo nuevo, más robusto que el anterior y por encima de los yuyos. Comenzó un diálogo con el sol mientras sus raíces reemprendían el diálogo con la oscuridad de la tierra. El cultivo sembrado a su alrededor creció alto y fecundo y, al pasar la cosechadora, tijereteó apenas las hojitas más altas de la planta sin herirla en su tallo.
Entrado el otoño, tuvo que convivir con todo el rastrojo que quedaba de la cosecha, que la tierra abraza y lo transforma en parte de ella. Ya que el sol no brillaba como antes, fortaleció su diálogo desde las raíces, tierra adentro.
Faltaba todavía la peor etapa: esos meses del invierno cuando la tierra pelada y sin sol debe enfrentar en su desnudez la voracidad de las heladas. La escarcha de las mañanas y los vientos del pampero se abrazaban al tronco débil. En su desnudez de estar sin hojas, nada parecía diferenciarlo de un arbolito seco que ya entregó la vida que tiene adentro. Estaba obligado a creer que dentro suyo tenía mucha vida y que, tarde o temprano, se manifestaría. Todavía ignoraba qué clase de árbol sería, o si acaso no era un yuyo o una maleza. Si su regalo a la vida sería su leña, sus hojas, su sombra en el verano, sus frutos, su madera, su aroma o sus flores. Algo dentro de sí confiaba en que, si se mantenía fiel y flexible a su propósito, aunque suene a paradoja, para sintonizar su ritmo vital con los procesos de la naturaleza sabia, un día lo descubriría. Sabía que tenía algo para dar, al menos lo intuía. Pero, por esos inviernos, era muy difícil vislumbrar esa esperanza.
En ese diálogo invernal acerca de su vocación, los días y las lunas siguieron su ciclo hasta que el tronco empezó a percibir muy sutilmente que el sol lo acariciaba un poco más y que su sombra dejaba de estirarse en las tardes. Una fuerza pausada y silenciosa comenzó a manifestársele de una forma que no podía detener, y el tronco herido la expresó de la manera más fiel a sí mismo que encontró: un brote. La primavera había llegado y las ramas curtidas por el frío venían esperando ese llamado. Se trataba de una orden precisa que todas las plantas reconocían y que era la señal para reverdecer en un nuevo vínculo con la tierra.
Una tarde fresca, después de una lluvia de esas que rediseñan la pampa, el estanciero de aquel campo se topó con un “diferente”. Una planta con un tronco robusto y ramas achaparradas por la helada. No sabía de qué especie podía tratarse. ¿Se habría caído la semilla de las sembradoras que venían del sur? El tronco era muy robusto para tratarse simplemente de una planta. Volvió más tarde con una caña que usaría a modo de tutor, y carpió la tierra de alrededor para alejarle los yuyos. El campo se siguió sembrando y cosechando, con excepción del espacio donde asomaba el tutor, según lo dispuesto por el estanciero. Tanto él como el arbolito no dejaban de rastrear, uno en sus raíces y el otro en libros, de qué especie podía tratarse.
Pasó un verano soleado, un otoño fresco y el invierno siguiente vino empujado por vientos y heladas. Y trajo una sorpresa al arbolito. Este había crecido vertical y toda la firmeza que provenía del tutor, ya resquebrajado, la había encontrado en su propio tronco. Su corteza se había endurecido. Y sentía que algo misterioso corría por las betas de sus ramas esbeltas y que le implicaba demasiada energía de parte de sus raíces. A principios de septiembre, en vísperas de la primavera entrante, se multiplicaron los brotes en las ramas, por donde asomaban capullos rosados, brillantes como gotas de rocío. El sol los hizo explotar y abrirse con unos colores deslumbrantes. Una fiesta de flores vistió al árbol desde la pequeña copa hasta las ramas esbeltas.
El estanciero vio a lo lejos un punto rosado y llamó al ingeniero, quien adivinó a la distancia que se trataba de las flores de un lapacho, poco visto por la zona. Y al lapacho le bastó que su regalo, su don más allá de lo inmediato y nutrido por lo adverso de cada paso de su historia, fuera anunciar la llegada de la primavera y comunicarlo con su mejor vestido de fiesta, que ahora alimentaba abejas y colibríes. Se trataba de un brillo de unos pocos días al año, pero cada uno de sus colores confirmaba el esfuerzo realizado en los soles del verano, en la entrega del otoño y en la permanencia fiel durante el invierno. Y no se trataba de su único don a la vida. “Los pueblos del norte hacen infusiones medicinales con sus hojas y flores”, informó el ingeniero, “y su madera es increíblemente resistente a la intemperie”. El Lapacho fue descubriendo, en este emerger de su esencia, quién era realmente y, cuando estuvo listo para abrir las vainas, miles de semillas salieron al viento, a buscar ser también un milagro en la tierra que las cobijara.