Reflexión de Mercedes Ruiz Luque, publicada en la revista Bienaventurados del mes de abril de 2019.


Durante mis últimas vacaciones, hice el viaje más improvisado que se puedan imaginar. Sabía que empezaba en Olavarría, porque me había anotado para participar en un curso de música, liturgia y pastoral, pero después no tenía pasajes ni reservas en ningún lado. Sólo contaba con mis ganas de conocer un poco más nuestra provincia y con la compañía de mi guitarra.
Fue de los viajes que más disfruté en mi vida. Hice muchos nuevos amigos; me dejé sorprender por las situaciones más imprevistas; y acepté las invitaciones y oportunidades que se me iban presentando. Entre las situaciones más anecdóticas, llegué a compartir un fin de semana con un contingente scout, hice un asado para todos los huéspedes de un hostel, participé de un entrenamiento de fútbol en Tandil y terminé cantando en dos recitales en Bahía Blanca.
Sé que este tipo de viaje no es para todo el mundo pero, pensando en el plano espiritual, creo que a todos nos vendría bien emplear este estilo de no pretender tener todo bajo control. De confiar en lo que Dios nos vaya proponiendo y tener la certeza de que todo va a terminar bien.
En la carta a los Filipenses, se nos hace la siguiente invitación: “No se inquieten por nada” (Flp. 4, 6). Esto implica vivir sin preocupaciones ni tensiones: si permanecemos confiados en las manos de Dios, podemos llegar a ocuparnos de las cosas sin inquietarnos.
Anselm Grün, en su libro Desafíos para vivir mejor, reflexiona: “La confianza significa para mí que nada negativo puede sucederle a mi núcleo interno. No importa si enfermo, si sufro un accidente, si tengo mala suerte en el trabajo; nada puede sucederle a mi núcleo más interno, mi verdadero ser. En lo más profundo estoy en manos de Dios” (Grün, 2004: 10).
¿Cuáles son las cosas que nos producen miedo, inquietud o inseguridad? Les propongo identificarlas para tratar de verlas como oportunidades para crecer y pedirle a Dios que las transforme mediante su gracia. Tenemos que dejar de resistirnos a la vida en movimiento para poder conservar la paz interior.
Ahora que estamos en otoño, les propongo ver cómo caen las hojas de los árboles. No descienden en línea recta hacia el piso, sino que se dejan mover por el viento, planeando plácidamente en el aire y aprovechando cada ráfaga para hacer alguna pirueta. Acompañan la llegada del otoño y se saben parte de un proceso que tiene sus tiempos.
Que nuestro paso por este mundo sea un vivir confiando plenamente en Dios y en los caminos y “vientos” que nos proponga.