Reflexión de Juan José Mayer publicada en la revista Bienaventurados del mes de junio de 2019.
Mi amigo Tomi me mandó un mensaje contándome que una banda que combina reggae, rock pop y folk, que nos gusta a los dos, iba a tocar cerca de su casa. Sin dudarlo ni un segundo, me sumé a su iniciativa de ir a verlos: me aseguré de tener esa noche libre, repasé algunos de los temas que no conocía tanto y saqué las entradas por internet. Faltaban 3 días para el show. Preguntamos en el grupo de Whatsapp que tenemos con mis amigos a ver si alguno más se prendía, pero no conseguimos que nadie se sumara.
Ya en el lugar, el comienzo de la función se hizo esperar, así que picamos algo mientras la banda se preparaba. A las 22, un niño de unos cinco años dio la bienvenida al público desde el escenario y anunció a los músicos que ya estaba todo listo para empezar. Cada uno hacía sonar su instrumento: una batería, un bajo, una guitarra criolla y otra eléctrica, e instrumentos de percusión, acompañados por una corista. Recibidos con aplausos y gritos de aliento, dieron inicio al show con canciones muy tranquilas. Estábamos sentados a un costado, en la tercera fila de butacas, y más al fondo había espectadores de pie.
Después de unas seis canciones, Tomi, que conoce muy bien a la banda, al igual que todos los que estábamos en los asientos, ya estaba ansioso porque empezaran los temas más movidos: queríamos empezar a bailar. El ritmo iba en aumento. Todavía sentados, todos movían sus pies, usaban sus dedos cual palillos en los apoyabrazos, sacudían la cabeza o marcaban el compás con las manos en el pecho buscando cómplices… Los del fondo todavía se movían tímidos en el lugar, como si recién hubieran llegado.
Fue al empezar la siguiente canción cuando decidí pararme, mover los brazos, y mover la cabeza al mismo tiempo que el baterista golpeaba el tambor. Con algo de timidez, esperé la reacción de los demás. Su aprobación fue paulatina: primero una pareja se levantó y se sumó. Tomi estaba en llamas y no dudó en ser el siguiente, y después se sumó el resto de los espectadores. Todos empezaron a bailar como si estuvieran en un carnaval.
La banda y el público necesitaban algún loco que se animara, que no tuviera miedo de lo que pensaran los demás. Alguien que se mostrara vulnerable ante la mirada de 200 personas y tomara el riesgo. Fue en ese momento cuando todos empezamos a disfrutar más del momento, a soltarnos, a animarnos a bailar como locos.
Al día siguiente me quedé pensando en lo importante que es tener la mirada atenta en los ojos de los demás; la importancia de mirar con atención qué es lo que necesitan, de leer sus gestos. Porque muchas veces el cuerpo habla sin que nos demos cuenta. Es en esos momentos en los que tenemos la oportunidad de ser vulnerables, de mostrarnos tal cual somos sin importar la mirada de los demás. Es dar la oportunidad a los demás de que se sumen a tus proyectos, a tus ideas, a tus sentimientos o a tu baile.