Reflexión de Catalina Beccar Varela publicada en la revista Bienaventurados del mes de septiembre de 2019.


Durante mis vacaciones de invierno, tuve la grandísima suerte de irme cuatro días a una chacra en Gualeguay, Entre Ríos. Como siempre, el hecho de vivir unos días de calma, sin preocupaciones y de profunda conexión con la naturaleza, me refrescó mucho la cabeza y me dio muchísimas ganas de empezar la segunda parte del año.
Estando en el campo, me gusta levantarme temprano para disfrutar cada minuto de sol. Salir a buscar la fruta entre los mandarinos y naranjos, preparar las tostadas, calentar el agua para el mate y mi infaltable café se vuelve mi rutina preferida. Cuanto antes puedo, salgo de la casa y desde una silla al sol contemplo la gigantesca simpleza que me rodea. Detrás de la tranquera, se avistan las gallinas, gansos, ovejas, caballos y perros, todos cual postal decorando el lindísimo paisaje.
Todo es armonioso y pacífico hasta que la pelota de fútbol, pateada por algún distraído, se dirige hacia los caballos ensillados, quienes con terror empiezan a tirar patadas para todos lados, sembrando el pánico de quienes los montan.
El caballo se asusta, patalea, avanza, retrocede, casi casi como en una jineteada, y todo por una simple pelota que va a parar debajo de él. Claro, el caballo se asusta por un objeto que ni siquiera tiene vida propia. Se asusta por un remoto objeto volador que sería incapaz de hacerle algún daño.
Entonces pienso en el gran parecido que tengo (y tenemos) con los caballos…
Somos humanos y eso nos da un gran premio: somos los seres más complejos del mundo, estamos dotados de una increíble inteligencia y, ni más ni menos, tenemos la capacidad de amar, de hacer, de deshacer, incluso de crear y de ser felices. Y, sin embargo, nos asustamos de esas “pelotas de fútbol” que algún distraído, sin querer o queriendo, nos patea.
Nos desestabilizamos ante circunstancias que nos ponen a prueba, olvidándonos del gigantesco potencial que tenemos dentro. En nuestra vida hay pelotas de fútbol con forma de odio, de falta de atención, llenas de malas acciones, palabras que hieren y falta de confianza. Hay pelotas que nos miran con desprecio y que lastiman, lastiman hasta el fondo del alma. Hay pelotas que dejan cicatriz y una huella de por vida.
Pero creo entonces, y confío enormemente, en que es allí donde está nuestra fuerza, nuestra energía, nuestras ganas de luchar y vivir. Allí es donde nos parecemos a los caballos. Si aceptamos lo enormes que somos y la gran capacidad que tenemos, no podemos ir con la cabeza gacha y sin confianza. ¡Somos enormes y desbordamos vida! No nos dejemos pisotear, distraer ni maltratar, porque nos merecemos todo lo bueno.
Y, permitiéndome fantasear un poco… ¿Qué sería del caballo si supiera que él es mil veces más fuerte que esa pelota? Quizá, sin dudarlo, la tomaría entre sus patas y nos sorprendería con alguna rabona… En fin, al igual que estos lindísimos animales, tenemos una fuerza inquebrantable, la fuerza de mil caballos de fuerza. ¡Aprovechémosla!