Reflexión de Esteban Mentruyt publicada en la revista Bienaventurados del mes de septiembre de 2019.
Hoy nuestra casa parroquial de Anchorena tiene cruces de madera colgando en sus cuartos. Estas acompañan la rutina de los jóvenes que se encuentran para compartir la vida, y quizás a más de uno le recuerden el porqué de tantas reuniones y alegrías.
Son cruces que hicimos con José, el carpintero del barrio Martín y Omar, y cuya historia comparto a continuación.
En el 2009 me invitaron a sumarme a San Agustín, grupo de infancia misionera de la Catedral que juega los sábados con los chicos del barrio Martín y Omar. Nunca me consideré muy ducho para con los chicos (no tengo tanta paciencia, realmente), pero me necesitaban para sumar energías a este equipo cuyas fuerzas se estaban apagando.
Por mi parte, en esos tiempos transitaba el desafío de una adolescencia con pocos amigos.
Aunque nunca dejé de saberme feliz y valioso, había momentos en los que la sensación de soledad y exclusión se hacía difícil de llevar.
Desde mis primeros años en San Agustín, percibí que mis visitas al barrio distaban de ser una mera asistencia al necesitado: un motivo personal me mantenía sirviendo tan comprometido, un mensaje presente entre esas calles de tierra y cascote que tenía que descubrir. Algo que, sabía, me estaba transformando el corazón.
Intuía, sí, que lo que Dios quería decirme estaba conectado con mi cruz, con este desafío de sentirme solo y excluido.
De a poco, me animé a pisar el barrio no solamente enarbolando la resplandeciente bandera que llevábamos como misioneros (“Jesús nos ama a todos”), sino ofreciendo también y en silencio mis preguntas, mis cruces, mi soledad.
Lo que empezó temprano como un llamado de Jesús a servir a mi hermano, con el tiempo se convirtió en una especie de contemplación: había en ese servicio una certeza que se me revelaba y que yo necesitaba terminar de descubrir. Conocí entonces a José.
José Da Costa era un carpintero que vivía en una de las casas más humildes del barrio y con quien charlaba cada vez que pasábamos a buscar a los chicos para ir a jugar a la capilla. Tenía a su mujer (a quien llamaba “el alto mando”) y a una hija en Uruguay; y, aunque se hablaban a menudo, vivía y estaba solo. Varios veteranos de San Agustín se acordarán de aquel viejo cascarrabias que se paraba en medio de la calle con una pipa en la mano mirando con recelo la alegría de los chicos cuando los jóvenes de la Catedral pasaban por ahí.
A José lo supe excluido, como sus vecinos pobres, y viviendo la vulnerabilidad de quien está solo. Fue obvio cómo la vida de José conectó con la mía, haciendo resonar mis propias cruces y soledades.
Descubrí entonces que este servicio que Jesús me había pedido realizar en el barrio y que yo había atendido por obediencia era en realidad (también) la manera que Jesús elegía para sanar mi historia.
Porque si al misionar necesitaba insistir en el “no estás solo, Jesús está con vos”, “no estás excluido, Él te incluye”, no transmitía un mensaje mío hacia José, sino un Evangelio de Jesús para él y para mí, para los dos. “No están solos, yo estoy con ustedes”, “no están excluidos, yo los incluyo”. En ese momento pasé de sentirme misionero a saberme testigo, junto a José, de una misma Misericordia.
Formé una lindísima amistad con José. Tengo divertidas anécdotas que vuelvo a repasar muy seguido para recordarlo y emocionarme. Hemos comido juntos y charlado sobre infinidad de temas.
Me acuerdo, por ejemplo, cómo me reclamaba que mis visitas fueran más cortas que “visita de médico”, cómo todo lo que no sabía (que era poco) se lo preguntaba al “viejito Gugle” o su insistencia paternal en que terminara mi carrera de ingeniero.
Una vez me enseñó cómo se debe saludar a quienes se respeta especialmente: un fuerte apretón de manos, tomándose del antebrazo con la mano izquierda.
Esa misma tarde, y todas las siguientes, nos despedimos de esa manera.
Y fue con José que fui haciendo camino, sintiéndome acompañado, sabiéndome parte.
Cuento corto, las cruces las hicimos con José y algunos jóvenes de esta comunidad, un poco porque necesitábamos cruces para Anchorena y otro poco porque él necesitaba alumnos de carpintería que le hicieran compañía.
Esta es la historia de nuestras cruces.
Historia mía y de José, del barrio y de todos.
Historia que cuenta que, si llevo mis cruces al barrio, si pongo mis heridas al servicio de mis hermanos, puedo vivir esperanzado, porque al tercer día se resucita.
Historia de servir, y desde abajo, sabiendo que el llamado no es a atender mandatos sino a encontrarse con una persona que nos “primerea” en Misericordia.
Estas cruces son también el recuerdo de José, a quien extraño, pero quien sé que ya resucitó.