Reflexión de Ignacio Rico publicada en la revista Bienaventurados del mes de septiembre de 2019.


“¿Tomás algo para ser feliz? Sí, decisiones” reza un lindo dicho.
¿Cuándo fue la última vez que experimentaste la conocida sensación de “Piedras en el zapato”? ¿Y alguna vez intentaste caminar con zapatos que te quedaran chicos? Ni hablar de ir a una fiesta. Ambas situaciones nos remiten al padecer en el caminar, en el fluir de nuestra vida.
Viktor Frankl afirmó que el dolor es consustancial de la existencia. Cuando se presenta inevitable en el camino, no podemos evadirlo. Esas son las piedras en el zapato. Están ahí. Pueden ser la frustración inevitable de ir creciendo y ver que no todo sale como queremos; las mañas conocidas e inherentes de los que amamos y elegimos; la renuncia y el sentimiento de pérdida como contracara del tomar decisiones; o la parte tediosa de un proyecto apasionante. Nos sacudimos un poco, y podemos seguir caminando, sin que estas piedras nos torturen. Me refiero a los dolores de crecimiento, de los pesares naturales del vivir. No menciono acá la experiencia de dolor del duelo, o de tantas otras experiencias más severas e implacables que puede imponer el vivir también.
Ahora, cuando un dolor de crecimiento ya se cristaliza, y bloquea nuestro potencial haciéndonos vibrar bajo, quedándonos abrazados a la piedra fría, ahí es cuando puede transformarse en un sufrimiento evitable. Eso ya no es una piedra en el zapato, sino que nuestros zapatos nos quedan chicos. Un ciclo que necesita ser cerrado; un proyecto que sirvió en un momento pero ahora no le aporta sentido al caminar; un vínculo desatendido que necesita ser renovado; una vuelta de página; el postergar una decisión que crea malestar al no tomarse. No enfrentarse a ese dolor evitable para desarmarlo nos convierte en quejosos existenciales, en víctimas del camino que nos “tocó” transitar, en barcos inertes que se mueven con la corriente, en aves con grandes alas que vuelan al ras del suelo.
Hay que vivir un quiebre que nos abra a algo nuevo. Si nuestro pie existencial está aún en etapa de crecimiento, es posible que haya que cambiar los zapatos para caminar más fieles y renovados en nuestra existencia. Las piedras en el zapato seguirán estando, una detrás de la otra, porque son inherentes al camino; y la reacción más sana será que incomoden y que nos hagan sacudir los pies. Pero si los zapatos que tengo puestos quedan chicos y hay una queja constante al caminar, es momento de evaluar la necesidad de ponerme otros zapatos a pesar del frío que puede significar cambiar el calzado en medio de una senda invernal.
Siguiendo con la conocida imagen de que nadie pone vino nuevo en odres viejos, y nadie remienda un vestido nuevo con parches viejos, menos aún nos adentramos en un camino de montaña con zapatos que nos quedan chicos, o excesivamente grandes. La pista de la fiesta nos espera con zapatos no libres de piedras, donde se apoye nuestro ser auténtico y que le susurren a nuestros pies: “sigamos gastando las suelas”.