Reflexión de Felipe Dondo publicada en la revista Bienaventurados del mes de marzo de 2020.
1º de Marzo: Día Nacional del Transporte
Cuando era chico, odiaba tanto viajar que soñaba con que alguien inventara la máquina para teletransportarse. Creo que no hay niño que no sueñe con romper esta molesta jaula de tiempo y espacio en la que vivimos.
Pero la realidad es que pasamos toda la vida trasladándonos. Varias horas de cada día las pasamos en el tren, el colectivo, el auto o lo que sea. Si crecer no sirviera de nada, hoy todavía diría que es tiempo perdido, y que el transporte es una de las peores maldiciones de la vida moderna. ¡Pero sabemos que no es así!
No sé exactamente cuándo empecé a disfrutar de los traslados. Tal vez tuvo que ver con la creatividad familiar y la cantidad de recuerdos lindos relacionados con cada viaje: las canciones de retahílas eternas, los juegos, los mates, las lecturas, las paradas, la música y lo mejor de todo: las conversaciones. De a poco la instancia del viaje en sí mismo, más allá del destino, se fue convirtiendo para mí en un pedazo de tiempo rico y valioso.
El viaje de cada día es un tiempo ideal para pensar un rato, rezar, leer, charlar con alguien, mirar el paisaje (la ciudad también tiene paisajes sorprendentes), observar a la gente (la gente es muy interesante)… Pero ¡ojo! También es un gran momento para ponerse al día con las redes sociales, mirar una serie, leer el diario o jugar al Candy Crush: el celular pareciera ser el compañero ideal para amenizar los viajes, ¿no? Para amenizarlos puede ser, para olvidarse de todo un rato también, pero… ¿es que acaso vamos solos en el vagón?
Cuando compartimos un medio de transporte con otros (auto, tren, lancha, bondi, avión, lo que sea), formamos una pequeña comunidad efímera. Se hace y se deshace en cada estación, pero hay algo comunitario ahí. Si estamos atentos, podemos sacarle muchísimo jugo a ese momento. Desde dar un asiento hasta conversar inesperadamente con alguien que lo necesita. Compartir el aplauso y la sonrisa con un artista callejero, participar en una discusión, ayudar a alguien que se descompuso, escuchar una historia, intercambiar morisquetas con un bebé, y tantas situaciones más que acá no entran. Las conversaciones en transportes de larga distancia surgen con una naturalidad pasmosa y a veces devienen en jugosos diálogos con alguien que nunca más veremos pero siempre recordaremos. Basta estar con la cabeza levantada, el oído abierto y la palabra suelta para que un rutinario trayecto en subte o similar se transforme en un auténtico encuentro con otros.
Estamos llamados a ser luz. Podemos reservar esa luz solamente para los espacios de siempre (casa, trabajo, amigos) o también llevarla en nuestras largas horas de transporte (no la luz de la pantalla, sino la de nuestros ojos), animándonos a mirar a la cara a nuestros compañeros de viaje. Animándonos a sorprendernos a cada paso porque, aunque el transporte sea rutinario, las sorpresas están ahí todos los días para el que sabe encontrarlas. Que lo importante no es la meta sino el camino, eso lo sabe todo el mundo.