Reflexión de Mercedes Ruiz Luque publicada en la revista Bienaventurados del mes de marzo de 2020.
Queridos amigos, ¡qué alegría volvernos a encontrar en estas páginas! Durante las vacaciones, uno de los temas en los que estuve pensando fue la presencia de Dios en nuestra vida. Les comparto esta reflexión con la esperanza de que sea un disparador para que cada uno pueda seguir profundizando.
En el comienzo del evangelio de Juan, se manifiesta que “la palabra se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn. 1, 14). ¿Somos conscientes de lo que esto significa?
Dios mismo (“que era de condición divina…”) se hizo hombre. Eligió abajarse y ser carne, ser debilidad. Sin dejar de ser lo que era, Dios se hizo lo que no era.
Es por esto que Dios está presente en cada uno de nosotros. Incluso en los que piensan distinto. Incluso en los que no me banco. Incluso en los que me hacen mal. Dios habita en todas esas personas… Está latente justamente ahí, en sus vidas. Nuestra misión es descubrirlo y ayudarlo a manifestarse en esas personas. Despertar al otro para que sea consciente del gran tesoro que tiene en su interior. Y para que sea consciente, también, de lo valioso y sagrado que él es para Dios.
El Dios latente es ese que está ahí, en esa otra persona, a la espera de ser descubierto. Pero, además, es un Dios latente porque “late” en el corazón de cada uno. No se queda quieto. Vive en nosotros. Salta de alegría en nosotros, a la espera de ser escuchado. Sólo que, la mayoría de las veces, nosotros estamos tan distraídos que no nos damos cuenta.
Lo mismo pasa con nuestro propio latido: nos pasa desapercibido. Porque estuvo siempre, porque lo tomamos como lo más obvio y natural del mundo, porque prestamos atención a otras cosas que nos parecen más esenciales… y así nos olvidamos de que estamos vivos y vivimos.
Que podamos reconocer al Dios que se hizo carne y que vive en cada uno de nosotros. Que podamos ayudarlo a manifestarse en la vida de los otros. Y que seamos testigos y discípulos de este Dios que nos ama tanto que se pone a nuestra altura para estar más cerca y acompañarnos en el peregrinar de la vida.