Reflexión de p. Juan Manuel Bianchi Jazhal, vicario parroquial, publicada en la revista Bienaventurados del mes de abril de 2020.
En una de las misiones que acompañé este verano, todos los días visitábamos a las familias del pueblo de casi 1.900 habitantes. Pero hubo un día en que decidimos ir a visitar un paraje más alejado, al que sólo se llega si el camino está bueno y no llovió, a unos 25 kilómetros de dicho pueblo. Este paraje tiene 7 manzanas de viviendas, una escuela y una capilla. El dato de que sólo se llega si el camino está bueno no es menor; del paraje tampoco se sale si llovió. Esto quiere decir que, ante una emergencia grave, no hay opción: te quedás en el paraje.
Ese día fuimos con el sólo objetivo de visitar a las familias, a quienes ya les habían avisado que íbamos a ir, y concluir nuestra visita celebrando la Eucaristía. Lo que se vivió ese día creo que fue un gran regalo de Dios. En primer lugar, por las visitas: todos te abrían la puerta de su casa y te hacían pasar como si fueras un familiar, sin preguntarte en qué creías ni si eras practicante o no. En pocos minutos, nos descubrimos compartiendo emociones de nuestras vidas, alegrías y tristezas sin haber visto antes a ninguno de ellos, en un clima de confianza tal que en nuestro día a día sólo tenemos con nuestros seres más cercanos. Y cerramos cada visita rezando por lo que cada uno llevaba en el corazón.
Tanto al mediodía como a la noche, cada uno aportó lo que tenía en su casa y se armaron comidas espontáneas (nosotros compramos algo de carne, prendimos la parrilla y lo sumamos a lo que cada uno trajo). Antes de la cena, celebramos la Eucaristía, y cada uno puso sus intenciones en manos del Padre.
Estas visitas fueron encuentros de igual a igual, en donde cada uno aprendió del otro. Y creo que, a la mayoría de los que fuimos desde acá, el escuchar la vida del otro nos hace repensar ideas, criterios y modos de vida. Sin duda, la vida en distintas realidades geográficas de nuestro país tiene ventajas y desventajas. Pero en ese paraje pudimos ver la poca capacidad que tenemos nosotros en nuestro día a día de vivir lo esencial, de no sumergirnos en la rutina y, sobre todo, de lo que Dios va mostrándonos en lo pequeño.
Y, a fin de cuentas, lo más importante creo que es que estas visitas nos ayudan a encarnar eclesialmente (allá y acá) lo que nos pide el papa Francisco en su primera exhortación apostólica:
La Iglesia «en salida» es una Iglesia con las puertas abiertas. Salir hacia los demás para llegar a las periferias humanas no implica correr hacia el mundo sin rumbo y sin sentido. Muchas veces es más bien detener el paso, dejar de lado la ansiedad para mirar a los ojos y escuchar, o renunciar a las urgencias para acompañar al que se quedó al costado del camino. A veces es como el padre del hijo pródigo, que se queda con las puertas abiertas para que, cuando regrese, pueda entrar sin dificultad. (EG46).