Reflexión de Irma Méndez de Celiz publicada en la revista Bienaventurados del mes de abril de 2020.
2 de Abril: Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas
Aún golpea en mi mente y en mi corazón, sumiéndome en el más profundo agradecimiento a nuestra venerada Madre. Fue enorme, enorme la bondad de mi Santa Madre. ¡Tanto le pedí, tanto le rogué!
Allá por el año 1982, el 9 de enero, convocado a prestar servicio militar obligatorio partió mi hijo menor, Julio, a la ciudad de Río Turbio, provincia de Santa Cruz.
El 29 de abril, día de su cumpleaños, quise visitarlo. El Ministerio de Guerra me otorgó un pasaje de avión. Pero no podía pagar un hotel. Igualmente volé. Llevaba un bizcochuelo y un rosario que me había traído mi madre desde España; era el mismo rosario con el que recé cuando este mismo hijo cayó gravemente enfermo, tanto le recé con ese rosario que mi hijo se curó.
Al llegar a Río Turbio, me dirigí a la iglesia y, gracias al párroco, conocí a Matilde Monzón. Su hijo también había sido llamado a la colimba en el mismo escuadrón que el mío. Me hospedó en la habitación que éste había dejado vacía. Convivíamos junto a su marido, minero, y su otra hija. Yo ayudaba en los quehaceres de la casa y en las necesidades de la parroquia, y mientras estaba cerca de Julio.
No tenían cuartel, paraban en unos barracones que habían pertenecido a una empresa minera y estaban abandonados. Tuve oportunidades de visitarlo y conocer el ambiente en el que vivió.
Fue el 1 de mayo. Mientras dormía, el marido de Matilde golpeó a mi puerta “han desembarcado los ingleses”. Se había desatado la guerra. Mi hijo debía ser trasladado al puerto de Río Gallegos, base militar y apoyo logístico del ejército argentino. Allí permanecería su escuadrón para embarcar a las islas, al frente de batalla. Esperaban en tierra continental a que llegaran las camperas adecuadas sin las cuales no podrían encaminarse al clima hostil de las islas.
Lo seguí a Río Gallegos. Llegué al lugar en donde estaba asentado el escuadrón y me despedí de Julio, obligada a volver a Buenos Aires. Le di ese rosario que había llevado conmigo y le dije “Llevalo contigo, que una vez te salvó la vida, y te la va a volver a salvar; no te separes nunca de él”.
De vuelta en Buenos Aires, vivimos pendientes de lo que pasara; sabíamos que el escuadrón todavía esperaba las camperas. Yo rezaba, rogaba a la Madre por mi hijo, para que lo protegiera.
El 14 de junio se firmó el armisticio que anunció el final de la guerra. ¡Mi hijo se había salvado! Aquellas camperas nunca llegaron y el escuadrón nunca embarcó a las islas. María, Madre Inmaculada, escuchó mis desesperados ruegos, ¡hizo el Milagro! Por eso hoy me arrodillo a tus plantas, Madre Inmaculada, con voz emocionada para decirte, ¡GRACIAS!
Que se difunda este auténtico testimonio del verdadero milagro mariano, que tus hijos sigan orando y confíen en tu Sagrada Protección, mediadora ante Jesús tu divino Hijo, Amén.
Irma Méndez de Celiz.