Reflexión de Felipe Dondo publicada en la revista Bienaventurados del mes de mayo de 2020.
Hace unas cuantas semanas, nuestras vidas cambiaron radicalmente. De un día para otro, la lista de las renuncias (prohibiciones, en realidad) se volvió mucho más larga que la de las posibilidades. Pero, a su vez, ya es común decir que la cuarentena también nos regaló sorpresas, es decir, posibilidades que antes (cuánta fuerza va tomando esta palabrita, “antes”…) no nos interesaban. Entre esas novedades están ustedes, vecinos.
Hasta hace poco, ustedes eran caras —la mayoría sin nombre o con nombre apenas— con las que tenía intercambios como estos: un “Buen día…” soñoliento a la mañana; un “Buenas…” con algo de resoplido a la tardecita. Alguna que otra esporádica charla de pasillo sobre el clima y otras trascendencias por el estilo… No eran mucho más que eso, queridos vecinos.
Se dice que uno no valora lo que tiene hasta que le falta. ¡Uf! Si lo sabremos ahora, en estos momentos en que hasta el traqueteo del tren extrañamos. La ausencia de nuestros familiares y amigos nos duele hasta el caracú; porque, con todo el poder balsámico que puedan tener las videollamadas, el abrazo y la cercanía no son negociables.
Pero también es cierto que uno no valora las cosas que tiene al lado hasta que son lo único que tiene. Queda feo decirlo, pero es una realidad. Ustedes no son cosas, vecinos queridos, son mucho más que eso, y fueron —por lo menos en mi caso— una de las mejores sorpresas de esta experiencia delirante que estamos viviendo.
Ustedes, vecinos mayores, de repente se convirtieron en abuelos por adopción, en padres a quienes cuidar… Incluso algunos de ustedes están disfrutando de que por primera vez no son los únicos que se quedan solos todo el día mientras el resto sale a trabajar. Por primera vez están acompañados. Y ustedes, vecinos niños: sigan riéndose y jugando y cantando y gritando, y hasta llorando y peleando y saltando, porque ese alboroto de ustedes nos vivifica el barrio y nos da esperanzas de que esto se acabe pronto.
Vecinos, la frase “todos en el mismo barco” me viene a la cabeza todo el tiempo. Afuera aparentemente hay tormenta, una tormenta rara sin rayos ni truenos, pero acá nos cuidamos entre todos: el que se demora en el pasillo para charlar un rato —distanciamiento mediante—; el que sale a comprar y avisa al resto por si alguno necesita algo; la que abre la puerta mientras toca algún instrumento para regalarnos su música; los que ponen el parlante en el balcón y nos alegran el rato; los que se pelean a los gritos; la que barre y baldea tres veces al día; los madrugadores, los trasnochadores; el que sabe golpear la puerta para pedir ayuda; la que te dice “Contá conmigo” o “Ayer no te vi. ¿Estás bien, necesitás algo?”; el que te comparte el wifi porque sabe que el aislamiento pega fuerte; la que se ríe a carcajadas a todo volumen cuando habla por teléfono; los que sí salen porque brindan servicios básicos; los que conversan de balcón a balcón, cada uno con su mate; los que comparten un plato que les quedó rico; los que intercambian libros bañados en alcohol; el que presta herramientas; el que te pregunta “¿Cómo estás?” y se queda ahí porque ahora esa frase ya no es una saludo, es una pregunta…
En fin, queridos vecinos: MUCHAS GRACIAS.