Reflexión de Felipe Dondo, publicada en la revista Bienaventurados del mes de julio de 2017.
Reflexionemos sobre la vida y el suicidio adolescente.
¿Cómo se habrá sentido Adán cuando vio que el sol se iba y todo se ponía negro por primera vez? Imagínense la desesperación del pobre hombre. Habrá corrido hasta el horizonte tratando de retenerlo, o tal vez se puso a gritar el nombre de Dios para que volviera a dar luz al mundo… Debe de haber sido una noche difícil, pero sabemos que se la aguantó todita hasta el final. ¡Y cuánta habrá sido su sorpresa cuando vio que el sol volvía a asomar por el otro lado! Cuanto más negra la noche, más grande habrá sido esa alegría.
Este verano, una chica de quince años decidió que su vida no valía la pena y se ahorcó con un pañuelo. Tenía un nombre, y tenía mamá, hermano y amigos que la querían. También tenía una voz fuerte que conocíamos bien. Y, sin embargo, tomó esa decisión que nos sorprendió a todos. ¿Por qué?
Desde entonces, la realidad del suicidio me empezó a interpelar como algo urgente. Estas cosas no suceden en otro planeta, ni a personas con un estado de salud súper frágil, ni en las periferias sociales más alejadas. Suceden en todos lados y bien cerquita. ¡Y suceden!
Según las últimas estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en Argentina son más las muertes por suicidio que por homicidio, y llegan a un promedio de 14,2 por cada 100.000 habitantes, ocupando el tercer lugar en Latinoamérica. Durante 2015 (últimos datos de nuestro Ministerio de Salud) fueron más de 3.200, la mayoría de ellos jóvenes de entre 15 y 24 años. Unos 10 adolescentes por semana. Una locura.
El mes pasado, la serie “13 razones”, el bullying y el juego de la Ballena Azul coparon por unos días gran parte de la agenda mediática. Hubo explicaciones profesionales, búsqueda de responsables, argumentos a favor y en contra, debates y, sobre todo, mucha preocupación: ¿por qué un adolescente se lastima el cuerpo con cortes, quemaduras o pinchazos?, ¿por qué una adolescente se fotografía desnuda para que otro la califique literalmente del 1 al 10?, ¿por qué un chico no duda en exponer esa foto como un trofeo y viralizarla?, ¿por qué tantos chicos hablan tanto con desconocidos de redes sociales y tan poco con los que tienen al lado?, ¿por qué un grupo de adolescentes puede insultar a una compañera, humillarla y golpearla como si fuera una cosa?, ¿por qué un chico de quince años puede volver del colegio y pegarse un tiro? Y tantos porqués más.
Como corresponde, los especialistas hablaron y dieron sus alertas: la soledad, la falta de comunicación, los vínculos superficiales, el materialismo imperante, la competencia salvaje, las frustraciones inevitables, los adultos ausentes, la falta de proyectos, la pobreza, las familias rotas, la autoestima rota, las drogas, el consumismo agresivo, otra vez la soledad, el silencio… Y un largo etcétera.
Luego comenzaron a publicarse las miradas positivas: personas que intentaron luchar contra el pesimismo. En primer lugar, la experiencia del Proyecto “El Camino” en un pueblito de Catamarca llamado Fiambalá. En 2014, hubo 16 suicidios de adolescentes allí. Más de uno por mes. Entonces, los chicos de Buenos Aires que misionaban hacía años en ese lugar decidieron poner manos a la obra. Entre muchas otras cosas, fomentaron los festejos de cumpleaños. ¡Nada más simple! Celebrar el día de tu llegada al mundo. Juntarse con otros y alegrarse de que aquel día el mundo tuvo la suerte de recibirte. En 2016 no se suicidó ningún adolescente en Fiambalá.
Otra propuesta a favor de la vida fue la felizmente paródica “Ballena Rosa”, creada por dos publicistas brasileños, que en lugar de 50 desafíos autodestructivos propusieron 50 acciones buenas. Del ensimismamiento al encuentro con el otro. Simple también.
Los invito a que pensemos juntos en esto que nos toca hoy. Si vinimos al mundo a amar y a ser amados, ¿por qué hay tantos que sienten que quedaron afuera? Un poquito de la vida de los demás está también en nuestras manos, no nos hagamos los sordos. ¿Pero qué podemos hacer?
Por ahora, lo primero que se me ocurre es la palabra: Dios nos regaló palabras que sirven para estar juntos. ¡Usémoslas! Pero sobre todo ayudemos a usarlas. Algo muy lindo que está creciendo en nuestra Diócesis es la Pastoral de la Escucha, y si no lo saben pregúntenle a alguien que haya estado en Pascua Joven: filas larguísimas de adolescentes ávidos de ser escuchados. Por favor, entre todos ayudemos a que las palabras salgan.
Y lo segundo es la misión. “No hay dos fuegos iguales”, dijo Eduardo Galeano en su bellísimo cuento “El mundo”: “Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.
Pienso que quizá muchos adolescentes creen que tienen que cumplir con ciertos requisitos para ser “aceptables” en esta sociedad enferma que tenemos. ¡Todo lo contrario! El único requisito es que puedan desplegar esa vocación única, hermosa e irreemplazable que tienen dentro y que espera ser encendida. Cuidemos esos fueguitos como si fueran un tesoro, para que se enciendan cada vez más. Porque creo que es por eso que Adán pudo aguantar toda la noche sin saber si el sol volvería a salir, porque escuchó a Dios que le dijo: “Vos sos mi obra maestra”.