Reflexión de P. Juan Manuel Bianchi Jazhal, vicario parroquial, publicada en la revista Bienaventurados del mes de agosto de 2017. 


Hace dos o tres años fui con mi familia a ver una obra de teatro en la que los protagonistas tenían trastornos obsesivos compulsivos. Cuando salimos de ver la obra, comentábamos cuáles son las rutinas de cada uno y nos reíamos ya que no eran tan graves comparándolas con las de los protagonistas.

Mi familia y mis amigos muchas veces se ríen de las rutinas que tengo en mi vida cotidiana. Desde chico siempre fui de tener rutinas y, si bien algunas las fui perdiendo y otras transformando, hay otras que las sigo teniendo.

Todos tenemos rutinas, desde que nos despertamos hasta el momento de ir a dormir; algunos más y otros menos: el mismo café o rituales por la mañana, cómo dejamos la casa, ir siempre por el mismo camino… e incluso a veces se pueden transformar en cábalas, como tienen muchos deportistas.

Pero existe otra rutina, que es la que puede llegar a aburrirnos e incluso a hacer perder la sensibilidad, y es la de ver el paso de Dios por nuestra vida.

Hace unos días, un amigo me comentaba que miércoles por medio va a comer afuera con su mujer y le piden a su suegra que cuide a sus hijos. Esta pareja se propuso tener esta rutina para poder tener un momento a solas y hablar temas de la pareja que muchas veces no pueden hablar con sus hijos en casa. Pero lo que les estaba pasando era que en cada comida tenían tantos temas para hablar sobre la familia (problemas con un hijo en el colegio, qué priorizar en la economía familiar, lo que le dijo la pediatra a uno de ellos sobre su hija menor, una oferta laboral en el exterior que cambia los planes familiares, etc.) que nunca les alcanzaba el tiempo para hablar de ellos como pareja, de aquellos temas que hablaban cuando salían como novios o los sueños que tenían (personales y matrimoniales), o de aquello que les estaba costando decirse como pareja.

Esto no sólo pasa en la vida de una familia, también a los curas nos puede pasar que vivimos haciendo actividades pastorales pero perdemos lo central de nuestro ministerio que es el vínculo con Jesús, lo que nos alimenta. Siempre tenemos que estar atentos a esto y a lo que otros hermanos curas o nuestra comunidad nos aconsejan.

En definitiva, nos puede pasar que la rutina nos come, nos invade al punto tal de hacernos perder la sensibilidad de ver el paso de Dios por nuestra vida. El Reino de Dios aparece en nuestra vida de manera sorprendente y creativa, exigiéndonos una actitud atenta y preparada como la parábola del señor que se fue a una fiesta de bodas (Lc. 12, 35-38) y que al volver rompe con la categoría de “Señor” conocida hasta entonces y se pone a servir a sus servidores. Así es Dios con nosotros, nos invita a la mesa y, experimentando su servicio, nos invita a hacer lo mismo con nuestros hermanos.