Reflexión de Patricio Díaz Pumará publicada en la revista Bienaventurados del mes de octubre de 2017.
13 de octubre: 100 años de la última manifestación de la Virgen de Fátima.
1917: la Primera Guerra Mundial asolaba Europa, África e incluso Asia. Todos los demonios desbocados. Sangrienta como ninguna. Trece millones de vidas… familias destrozadas. Miseria.
El papa Benedicto XV, preso de la angustia por tanto dolor y fracasos en misiones de paz, que llevaban años, decide llevar a cabo una “cruzada” de oración. Pide a la Iglesia que dirijan sus ruegos a la Virgen Santísima para alcanzar la paz del mundo.
En un pasaje de su carta dice “… puesto que todas las gracias por decisión del Altísimo son otorgadas por las manos de la Santísima Virgen, (…) es nuestro ardiente deseo que el Episcopado del mundo recurra al Corazón de Jesús, trono de todas las gracias, y que a este trono se recurra por intercesión de María, (…) que en esta hora espantosa, se vuelva, viva y confiada hacia la Augusta Madre de Dios la súplica de sus hijos muy afligidos…”.
Al tiempo prescribe se agregue a las letanías de la Virgen la invocación: “Reina de la Paz, ruega por nosotros”.
La fecha es sábado 5 de mayo de 1917.
Apenas una semana después, el domingo 13,, a kilómetros de Roma, tres niños que juegan son sorprendidos por la Virgen, quien les anuncia el fin de la guerra, diciendo que sólo ella lo puede conseguir, si media la frecuente oración del Rosario.
Impresionante, ¿no? La tierra, la humanidad, angustiada. La oración colectiva. La respuesta del Cielo, en manos de la Madre de Dios, de forma casi inmediata.
Sabemos que la Revelación comienza y termina con los Evangelios. Todo lo que el Cielo quiere transmitir al hombre está ahí. Hasta la Parusía. Pero han pasado casi dos mil años. El Pueblo de Dios, su Iglesia, peregrina orante por el desierto, confiada. Confiando en aquellas palabras del Señor “… felices los que, sin ver, creyeran…”.
En ese, nuestro desierto, Fátima es un oasis. El Cielo, en la persona de la Madre de Dios, se inclina hacia el hombre creyente y orante para aliviar la sed. Lo hace a la vez con una “impronta” muy evangélica. Lo patentizan, a priori, el lugar y las personas que son elegidas para transmitir el mensaje: tres “niños” y “pastores”, “vocaciones” pedidas por Jesús a nosotros, sus seguidores.
Estremece de alegría contemplar cómo pasaban sus días estas tres personitas. Dos hermanos (Francisco y Jacinta) y una prima (Lucía). Pastoreaban las ovejas de sus familias, que juntas apenas llegaban a treinta. Lo hacían a diario, salían de sus casas a la mañana y en una alforja llevaban algo para el almuerzo. Llegada la hora, antes de comer daban gracias invocando protección a los Ángeles Custodios. Y luego, de rodillas, rezaban el Rosario. En eso estaban el 13 de mayo de 1917 a las 12, solitos, en el medio del campo, cuando fueron sorprendidos por dos deslumbrantes relámpagos, un trueno y una visión sobre una encina.
Una mujer de unos 18 años, de una belleza literalmente “indescriptible”, de ojos negros y vestida de blanco, los deja literalmente mudos de admiración.
Lucía, la mayor de los tres, aún embelesada, se anima a preguntar.
– ¿De dónde eres, Señora?
– Soy del Cielo.
– ¿Qué deseas de nosotros?
– Vengo a pedirles que nos encontremos aquí seis veces seguidas, a esta misma hora, el día 13 de cada mes. En octubre les diré quién soy y qué quiero.
El día 13 de cada mes, puntualmente a la misma hora, se fueron produciendo los encuentros. Durante ellos, Lucía escuchaba y hablaba con la dama; Jacinta las escuchaba a ambas, pero no era escuchada; y Francisco sólo escuchaba a Lucía. Los tres contemplaban la deslumbrante imagen.
Otro signo evangélico es lo que ocurrió con los tres niños luego de las primeras citas. La persecución. Empezó en el seno familiar, prosiguió con las autoridades de la comarca, y llegó al extremo de ser encarcelados y condenados a martirio y muerte. A la cita del 13 de agosto faltaron pues estaban presos. La Virgen, no obstante, se hizo presente puntualmente en Cova da Iría y luego los encontró unos días más tarde en otro lugar. La angustia de los niños por estos hechos iba acompañada de una descomunal audacia. Repetían que, si morían, irían más rápido al Paraíso.
La imagen aparecía invariablemente con las manos juntas, con un rosario de cuentas blancas pendiente de su codo derecho. Apenas cuatro veces las manos se abrieron. Cuando esto ocurrió en la primera aparición, los pastores pudieron verse a sí mismos en el Paraíso, juntos y “en” Dios. Fue tal la felicidad y el encanto que esto les produjo que suplicaron a su interlocutora los llevara pronto al Cielo. Esto fue prometido y concedido a dos de ellos (Jacinta y Francisco), y negado, con pesar de la Señora, a la tercera (Lucía), a quién se le advirtió se le pediría que permanezca por más tiempo en la tierra. Vivió hasta nuestros días como testigo de las profecías y el llamado.
Son múltiples las reveladoras conclusiones que surgen del estudio de las seis apariciones; subrayo la sorprendente importancia que el Cielo manifestó por nuestras oraciones, privadas o comunitarias. La visión pidió, con insistencia, el rezo del rosario y el ofrecimiento de oblaciones diarias, por pequeñas que sean, para el perdón de los pecados. Otra es comprobar hasta dónde resulta evidente la mirada que el Cielo tiene sobre cada uno de nosotros, sobre nuestra interioridad, en cada instante de nuestras vidas, lo que incluye, claro, nuestras oraciones, las ofrendas. Esto se evidencia en las respuestas a pequeños milagros de curaciones que le hacía llegar Lucía.
El 13 de este mes se cumplen 100 años de la última manifestación. Tal como anunciado, se presentó: “Soy Nuestra Señora del Rosario”, les dijo. Al tiempo, se despide con fenómenos cósmicos nunca antes vistos, impresionantes, que pudieron contemplar casi cien mil personas incluso hasta a unos cinco kilómetros de distancia. Duraron apenas unos diez minutos, pero harían falta varias páginas para describirlos.
Alabemos a Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo) y a Nuestra Señora del Rosario por tan especial regalo.
“Fátima. Merveille du XX° siècle”, C. Barthas; Toulouse, France.