Reflexión de Catalina Beccar Varela, publicada en la revista Bienaventurados del mes de marzo de 2018. 


“¿Ya te vas?”, me preguntó con ojos saltones. Entonces supe que quería que me quedara. “No”, respondí teniendo que cambiar de idea, “me quedo un rato más”. Se acomodó de nuevo en su silla y seguí escuchando sus historias, ideas y pensamientos.

Después de ese rato más, le pedí que me abra y, finalmente, me fui.

Algo parecido a la angustia y a la culpa me llenó la cabeza y, sobre todo, el corazón. A pesar de haberme quedado ese rato más, finalmente me había ido de su casa, había dejado de escuchar sus historias, sus ideas y pensamientos. Ella quería que yo me quedara y, con esos ojos saltones y esa pregunta arrebatada, me había pedido un poco de mi tiempo. Sin embargo, yo me había ido. Yo la había dejado sola.

¿Por qué dejamos solos a quienes piden compañía? ¿Por qué hacemos ojos ciegos frente a los que necesitan ser vistos? ¿Qué me costaba quedarme? ¿Qué nos cuesta quedarnos?
Solemos regar nuestras macetas y jardines porque, claro está, necesitan del agua para vivir. Solemos podar los árboles en invierno para que estos puedan seguir creciendo con fuerza. Pero, quizás, a veces nos olvidamos de que hay alguien como nosotros que también necesita de nuestros cuidados. Siempre habrá alguien que necesite de nuestro apoyo, de nuestra sonrisa o simplemente de una mirada amable para poder seguir creciendo con fuerza. Una visita sorpresa, un llamado inesperado, un regalo porque sí… son también formas de decir “No estás solo”.

En aquel ¿Ya te vas? vi tanta soledad… Vi tanta necesidad de sentirse apoyado y a gusto… En esa pregunta, vi un llamado, vi un “por favor, quedate”; vi y sentí cómo alguien puede pedir un poco de ese alimento para el alma que es compartir.

Hay personas que están solas. Hay personas a las que nadie mira. Hay personas a las que nadie llama. En fin, hay personas cuya única compañía es la soledad. Entonces digo, ¿qué nos cuesta?

Creo que simplemente se trata de ir, golpear la puerta y decir “Hola, quería saber cómo estabas y te vine a visitar”, porque en el visitar ponemos al otro como el gran anfitrión que es y nosotros, simplemente, somos los invitados. Simplemente se trata de levantar la cabeza, de mirar. De mirar, buscar y encontrar a aquel que está solo y sonreírle, haciéndolo partícipe de una alegría sin razón. Se trata de marcar el número de aquel a quien hace tanto no llamamos e interesarnos por él, dejándole ver que queremos compartir al menos unos minutos a la distancia.

No dejemos morir al que está solo como la flor que no recibe su agua. Activémonos, pongámonos en movimiento, dejemos de hacer de cuenta que estamos tan ocupados. Dejemos por un rato de hacer lo que estemos haciendo y vayamos a buscar a aquel abuelo, aquel padre, hijo, amigo, vecino que tenemos pendiente.

Porque, a fin de cuentas, es responsabilidad de todos buscar al que busca un amigo y recordarle que no está solo.


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